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domingo, 22 de diciembre de 2019

Identidades políticas y alteridades históricas - Una crítica a las certezas del pluralismo global - Rita Laura Segato


Una visión blanca y algunas cositas interesantes..algunas.
El artículo se propone iluminar el aspecto banalizador y achatador de la formación de identidades globales, por un lado, y los efectos perversos de una política de identidades que responde a
una agenda global más fiel a cuestiones nacionales internas de los países centrales que a problemáticas e idiomas políticos locales, por el otro. Podría tratarse de un último avance hegemónico, exportando ahora su mapa interno de fricciones y sus idiomas políticos para luego vender un paquete de soluciones bien afinadas a la lógica del mercado y de la productividad que
se expande por los canales abiertos en el mundo «globalizado». Las identidades transnacionales pueden venir a comportarse como uno más de esos canales de circulación de la nueva normativa «global».

Si no nos cuidamos, la mejor alegoría del derecho de las minorías en el mundo globalizado estará dada por las transformaciones de la muñeca Barbie que, frente a las críticas al modelo anglosajón de belleza que impone, apareció con ropas étnicas y piel más oscura. Sin embargo, la estructura ósea que se adivina por debajo de la piel es la misma. Rita L. Segato

Dos visiones del mundo globalizado: ¿homogeneidad o heterogeneidad? Dos tendencias opuestas se le atribuyen al proceso centenario que hoy, huyendo del desgaste de las nociones de imperialismo o de internacionalismo, llamamos eufemísticamente «globalización». La primera es la progresiva unificación planetaria y homogeneización de los modos de vida; la segunda, la producción
de nuevas formas de heterogeneidad y el pluralismo que resulta de la
emergencia de identidades transnacionales a través de procesos de etnogénesis
o de radicalización de perfiles de identidad ya existentes. Quienes adhieren a
la primera versión, advierten que lo local, lo particular, minoritario o regional,
y sus identidades asociadas adquieren, contemporáneamente, un papel derivado,
pasando a ser ahora redirigidos o incluso hasta generados por las fuerzas
instituyentes del sistema económico mundial, que les otorgan un espacio designado
y restringido dentro del sistema globalizado. Quienes abogan por el
segundo aspecto tienden a concordar con autores como Varese, en su confianza
en una «globalización desde abajo», por donde pueblos históricamente oprimidos
por los Estados nacionales inscriben sus identidades tornándolas visibles
en el orden mundial, se asocian a través de las fronteras nacionales y ofrecen
resistencia directa a las presiones de las corporaciones de capital transnacional.
Por un lado, contingentes humanos y bienes de cultura –modelos de producción,
técnicas, marcas comerciales, tecnologías mediáticas y sus estilos de comunicación
asociados, valores, posturas filosófico-existenciales, géneros musicales,
estilos de vida, o cualquier otro conjunto de ideas y prácticas culturales
originalmente locales– que se transnacionalizan y dejan el paisaje global
pespunteado por la proliferación y relocalización en otros lugares de lo que
fuera, hasta hace poco tiempo atrás, estrictamente regional. La imagen resultante
consiste en franjas de poblaciones o de bienes culturales que atraviesan
fronteras nacionales, estableciendo nexos globales donde antes no existían (comprendo
de esta forma la noción de bandas o franjas de «paisajes» de Appadurai
[1991 y 1995], pero la percepción de una tendencia contradictoria surge como
consecuencia de que este proceso también introduce o refuerza heterogeneidades
en los órdenes nacionales. Un caso particular de esta inoculación de diversidad
lo constituye la transnacionalización de identidades étnicas y sus luchas, que
parecería producir, para algunos, una contracorriente de la tendencia unificadora.
De esta forma, algunas voces que celebran el proceso de «globalización»
y no lo interpretan como una exacerbación del imperialismo, se apegan a la
idea de que solo gracias a la internacionalización de ideas modernas de ciudadanía
y derechos humanos se hizo posible la emergencia de pueblos antes invisibles,
que hoy reclaman derechos en nombre de su identidad.
Propongo aquí que esto último es verdadero en parte y si es instrumentalizado
con toda la sofisticación necesaria. Se trata, considero, de un proceso ambiguo
e inestable, capaz, por un lado, de afirmar los derechos de las minorías pero
también, por otro, de homogeneizar las culturas, achatando sus léxicos y valores, de manera que puedan entrar en la disputa generalizada por recursos, pero
dejando fuera del horizonte de la política una reflexión más profunda sobre la
naturaleza misma de esos recursos, y la pluralidad de sus formas de producción
y utilización. Si el gran lema y, yo diría, la utopía posible del momento es
la utopía de un mundo diverso, no debemos perder de vista la dimensión de la
diferencia radical de culturas y la pluralidad de mundos donde esas diferencias
cobran sentido. Este tipo de diferencia radical, captada por el concepto antropológico
de cultura, ha sido el tema de la antropología durante un siglo, y la
domesticación de esta idea está directamente relacionada con la declinación y,
por así decirlo, casi el descrédito que viene afectando a nuestra disciplina en
los últimos años.
Los actores y su escena: Estado nacional, sociedad nacional y pueblos
En verdad, la escena cambia dependiendo de los actores que consideremos.
Uno de los pecados capitales de los análisis sobre los recientes procesos de
internacionalización es, a mi juicio, considerar como únicos actores del drama
histórico de la nación, por un lado, a los Estados nacionales y, por el otro, a los
grupos de interés –ya constituidos en minorías o luchando por constituirse.
Las relaciones –que mejor llamaríamos tensiones– centrales, dentro de este modelo de análisis,
habrían ocurrido históricamente entre los Estados nacionales y esos grupos. Con el «nuevo
orden mundial», como sugiere Varese en el texto ya citado, se produciría un debilitamiento
de las soberanías de los Estados nacionales y, con esto, el enfrentamiento pasaría a darse entre grupos
y corporaciones transnacionales. Sin embargo, como este autor reconoce,
durante un largo periodo histórico previo, la propia etnicidad de las naciones
indígenas y minorías fue forjada en un campo interlocucional particular donde
las presiones ejercidas por el Estado sobre esos grupos tuvieron un gran impacto,
inclusive por dejarlos aislados, al margen de los derechos y, por lo tanto,
concientes de su «alteridad». Asimismo, en el presente, el papel fuerte del Estado
nacional como productor de diversidad no ha caducado. Como afirma Gros,
basándose sobre todo en el caso colombiano, no solo no ha perdido vigencia
sino que presiones de orden global y cambios en la concepción de su papel en
el proceso de construcción de la nación fueron imponiendo, especialmente a
partir de los años 80, «progresivamente la idea de que el Estado podría sacar
ventajas de ‘administrar la etnicidad’ (en vez de) trabajar por su desaparición»
(p. 32), al punto que en la actualidad «es incuestionable que se pueden encon-
trar fácilmente casos en que una organización indígena deba su existencia, más
a la voluntad interesada del Estado que a una lucha emprendida por la base
para hacer reconocer su presencia, defender su autonomía y asegurar el logro
de sus reivindicaciones» (p. 38).
Pero, en general, el papel histórico del Estado como forjador de alteridades y
desigualdades a lo largo de la historia es muy poco reconocido. Una autora
que, de forma muy original, ha enfatizado recientemente el papel del Estado
como instituidor de la diferencia étnica es Williams; para ella, hablando de los
africanos en las naciones de colonización anglosajona, «el proceso de construcción
de nación es un proceso de construcción de raza» (1989, p. 436), en el cual
los grupos raciales de origen son transformados en «componentes» étnicos de
la nación, creados por ésta, es decir, por el elemento pensado como «no étnico»
de la nación (Williams 1993, p. 154). A la vez, es importante recordar que si
como esta autora sugiere los Estados anglosajones en el Nuevo Mundo, y particularmente
Estados Unidos, crearon «raza» como el modo más relevante de
heterogeneidad interior, otros Estados nacionales pueden haber creado otras
discontinuidades a lo largo de otras fronteras
internas, que resultaron de mandatos diferentes del racial, pero igualmente ineludibles,
y se corporizaron con la misma materialidad, generando jerarquías y
tensiones equivalentes. Si en toda nación identificamos positivamente clase,
raza, etnia, género, región, localidad, etc., es posible afirmar, como argumentaré
más adelante, que en cuanto construcciones ideológicas esas categorías funcionan
de manera diferente y desempeñan papeles característicos dentro de un
conjunto de representaciones que dependen del orden nacional.
De hecho, en la gestación de este orden nacional, el Estado se constituyó a lo
largo de la historia de los países del Nuevo Mundo como un actor múltiple.
Simultáneamente, un conjunto de instituciones para la administración de un
territorio, de un capital y de un arsenal bélico controlado por sectores particulares
de la sociedad nacional; y un conjunto de instrumentos legales para la
resolución de conflictos entre partes dentro del marco nacional y entre naciones;
y un interlocutor, entre otros, pero particularmente legitimado, en el ámbito
de la red discursiva que da materialidad a la nación (Anderson 1983). En su
papel de interlocutor especialmente calificado en ese ámbito, el Estado nacional
ha tenido un papel muy relevante dando forma al «otro» interior por su
capacidad de interpelación. En tal sentido, puede decirse que el Estado se comporta
como un interlocutor con gran poder de interpelación (esta idea está también
en el citado artículo de Gros).
De acuerdo a cómo y con qué peso realizan este papel de interlocutor privilegiado
en el entrecruzamiento de voces de la nación, por un lado; y, por el otro,
dependiendo de la forma como se relacionan con otros Estados nacionales, puede
hablarse de Estados de diversas magnitudes. Es decir, es posible identificar
Estados de primera, segunda o tercera, en función del poder relativo de interpelación
que posean dentro de la escena nacional y en relación con otros Estados,
escenas nacionales y corporaciones de capital transnacional. Esta jerarquía
de magnitudes es justamente lo que se exacerba en el presente proceso de «globalización
», trazando lo que llamaré de «la gran frontera» con una nitidez nunca
antes mayor. Dice Santos:
Si en el plano interno el Estado está cada vez más confrontado con fuerzas subestatales, en el plano
internacional se confronta con fuerzas supra-estatales. ... Este proceso de erosión de soberanía, que
hace de ésta un valor absoluto menos que un título negociable, a pesar de ocurrir globalmente, no
elimina, y, por el contrario, agrava las disparidades y las jerarquías en el sistema mundial (p. 315).
El «soporte institucional» que pasa a desbancar la soberanía del Estado nacional
emana, según Santos, de las «agencias financieras y monetarias internacionales,
la deuda externa, la lex mercatoria, las firmas de abogados norteamerica
nas. ... La nueva regulación económica ... se arroga ser regulación social» (ibíd., p. 146), pero es preciso aclarar que estos poderes supraordenados en relación con los Estados cuentan con el apoyo
logístico y, por qué no decirlo, también bélico, resultante de su alianza privilegiada con Estados nacionales centrales.
En general, constatamos que junto con el debilitamiento real de la soberanía en los países periféricos,
la atención de los especialistas hacia la relación entre Estados nacionales ha decaído, y autores como
Wallerstein, que dirigieron el foco hacia la diferencia de poder entre estos Estados y los impactos de esta desigual entrada en el mercado mundial han sido duramente criticados e injustamente condenados a una circunstancial obsolescencia por la pléyade de autores culturalistas, menores
pero numerosos, que dominan el capítulo de estudios que conocemos como «teoría de la globalización».
Con el descrédito del Estado nacional en este tipo de análisis también hemos
pasado a mirar desdeñosamente a la nación y el marco que ofrece para la comprensión
de los procesos sociales. Una ecuación falaz se estableció entre nación,
en el sentido de sociedad nacional, y Estado nacional. Por su parte, la
pérdida de estatuto existencial de la sociedad nacional en el análisis, conjuntamente
con el énfasis en la agenda de los grupos de interés, hizo que a la desaparición
de las relaciones de poder entre Estados nacionales de nuestras ecuaciones
se sumase también el desinterés por las relaciones de poder y prestigio entre
naciones, tout court. Dentro de este cuadro, identidades descontextualizadas,
transnacionales, construidas como entidades de fundamento casi biológico, entrarían
en una alianza natural a través de las fronteras1.
La crítica a los esencialismos a que llevaron la reflexión antropológica, los análisis
de género y los estudios culturales en los últimos años, también parece
haber afectado de forma desigual la noción de cultura y, entre otras, la de cultu-ra o hábitos de convivencia de una sociedad nacional y la de etnia. Si las primeras
fueron desmontadas bajo artillería pesada (v., además de la crítica de los
antropólogos posmodernos al esencialismo de la cultura resultante de la retórica
etnográfica, la crítica de Bhabha [1990] a la idea unitaria de nación), la sustancia
de lo étnico o racial (a pesar de eruditas y bien argumentadas protestas,
como Appiah 1990, 1992 y 1994) parece haber salido incólume o hasta reforzada,
sin mencionar el esencialismo autorizado o «estratégico», propuesto por
una autora cuyo potencial crítico está por encima de cualquier duda como
Spivak.
1. «No es ninguna diferencia cultural a priori lo que hace la etnicidad: ‘El tintorero chino no aprende
su oficio en China; no hay tintorerías en China’. Esto afirma el inmigrante chino Lee Chew en Life
Stories of Undistinguished Americans (1906) de Hamilton Holt. ... Es siempre la especificidad de las
relaciones de poder en un momento histórico dado y en un lugar particular que denota una estrategia
de explicaciones pseudo-históricas que camufla el acto de invención propiamente dicho» (Sollors,
p. xvi).

Por mi parte, considero que no solamente es fundamental considerar la manera
como se da la relación entre Estados nacionales, sino también apreciar el papel
que tienen, en la escena de estas relaciones, las sociedades nacionales. Aunque
los Estados con sus instituciones desempeñaron un papel de peso en la configuración
de las sociedades nacionales, nación y Estado no pueden ser confundidos.
El cuadro entero debe considerar, en cada caso el Estado nacional, como
el conjunto de instituciones controladas de forma más o menos legal por algunos
sectores de la sociedad nacional; la sociedad nacional o nación, como el
espectro completo de los sectores administrados por ese Estado y que, por el
efecto de la historia y bajo las presiones del Estado, adquirió una configuración
propia e identificable de relacionamientos entre sus partes; y los componentes
étnicos particulares y otros grupos de interés –de género, de orientación sexual,
religiosos, etc.– que integran la nación. A partir de estos actores, para cada escena
nacional es necesario considerar la relación entre los Estados nacionales
periféricos y los Estados poderosos; la relación de los grupos de interés con el
Estado nacional particular; la relación entre los grupos de interés de las naciones
periféricas con los de las naciones poderosas; y, lo que es generalmente
obviado en los trabajos recientes, la configuración de relaciones entre las partes
y entre el todo y las partes, con sus líneas de fractura características, que confieren
singularidad a cada nación. No es posible hablar de ninguno de estos niveles
de análisis sin considerar la localización del poder y la égida de su influencia
en el conjunto de relaciones. Ni tampoco será posible diseñar estrategias
eficaces para superar los problemas de la desigualdad y la opresión que no
tomen en consideración las peculiaridades de cada una de estas escenas.
La gran frontera (relaciones entre Estados y sociedades nacionales
del Norte y del Sur)
Así, no es posible hablar de la relación entre Estados nacionales centrales y
periféricos sin mencionar la totalización del sistema capitalista mundial, la integración de un «conjunto geográficamente vasto de procesos productivos ... y el establecimiento de una única ‘división del trabajo’ ... (que) nunca antes fue tan compleja, tan extensiva, tan
detallada, y tan cohesiva » (Wallerstein, p. 35).
La órbita del poder económico –así como de los poderes bélico y tecnológico que son
sus correlatos– también se globalizó, aunque éstos no han perdido su sede, que
continúa estando claramente localizada. Como bien hace notar Wallerstein: si la realidad política
de ese sistema mundial corresponde a una articulación entre Estados nacionales
(«an interstate system»), el armamento de gran poder letal, básicamente
el nuclear, así como toda la investigación tecnológica relacionada con el
poder letal, siguen estando intra-estatalmente situados. En otras palabras, los
ejércitos y los armamentos son nacionales –y esto no es un detalle de poca relevancia–,
porque es el marco silencioso dentro del cual se establece una jerarquía
de naciones de acuerdo con su grado de poder bélico, económico y tecnológico.
Tanto las fuerzas de la ONU, que tienen un carácter preventivo, como
las de la OTAN, están constituidas por contingentes dislocados de fuerzas armadas
nacionales para servir en bases internacionales.
De hecho, consulto el índice temático de una de las principales obras de referencia
sobre globalización, donde se sistematiza la reflexión teórica existente
(Robertson), y veo que la palabra «poder» está recogida en una sola página
(166), donde hay una mención al poder de la identidad y a la lucha por el reconocimiento
(«the struggle for recognition»), estrategia típica de la política de
las minorías. O sea, en ningún momento el autor, por lo demás muy bien intencionado,
hace apunte alguno al hecho de que existe una hegemonía localizada,
en el sentido de capacidad concentrada de direccionamiento, inducción y regulación
de los tránsitos de personas y bienes culturales por los países desarrollados.
Esto no implica negar que ocurran casualidades, acontecimientos aleatorios,
desobediencias e insubordinaciones, pero exige reconocer el impacto desigual
de las decisiones tomadas por las potencias –y, en particular, la única superpotencia
existente en el momento–, así como los resultados de su poder de negociación,
que cuenta con el respaldo de medios económicos, tecnológicos (incluyo
aquí las técnicas mediáticas) y bélicos de un tamaño hoy exorbitante, generalmente
minimizado por los teóricos más en boga de la globalización. Así, la
teoría de la globalización corre el gran riesgo de ser puramente ideológica, pues
ayuda a enmascarar el carácter localizado del origen de las presiones que más
contribuyen para que el mundo sea lo que es. Encubre, por lo tanto, la responsabilidad
naturalmente asociada al poder. Actores nunca antes tan poderosos,
territorialmente localizados y con lealtades nacionales claras colocan la totalidad
de sus recursos masivos para mantener bajo su control los flujos en un
ámbito global e imponerles su orientación; prueba de esto es que, hoy más que
nunca, las grandes corporaciones oriundas de los países ricos –particularmente
de EEUU– suman esfuerzos con los poderes estatales para este fin, como lo demuestran innumerables
informaciones y análisis publicados por Chomsky en sus textos políticos.
Estas consideraciones nos permiten concebir una primera frontera, trazar la primera línea divisoria:
la línea entre ellos y nosotros. Los que, por su fuerza económica, tecnológica y bélica
tienen mayor poder de conducción sobre el curso de los flujos propios del proceso de globalización,
y quienes simplemente acompañan este proceso. Los países modernos
y los países ansiosos de modernidad. A lo largo de esta frontera, dice Wallerstein
(p. 48) «la distancia entre el lucro de los Estados que se encuentran en la cima y
en el fondo de la jerarquía creció, y ha aumentado considerablemente a lo largo
del tiempo». Esta es la gran frontera que divide el paisaje global, y deja a las
naciones agrupadas a uno y otro lado, sobre el eje vertical de una diversidad
jerárquica. No me parece posible hablar de los tránsitos propios de un mundo
globalizado, incluyendo la emergencia de identidades políticas globales, sin
incluir en nuestros modelos interpretativos esta primera divisoria de aguas entre
dadores y receptores de modernidad, y los sistemas de circulación de poder y
prestigio que entre ellos se establece.
Los bienes que se «globalizan» no fluyen aleatoriamente, y se encuentran concentrados
en proporciones extraordinariamente desiguales, siendo su concentración
masivamente mayor en los países que hegemonizan los procesos de
circulación. Se cierran y se abren compuertas como consecuencia de las leyes
reguladoras que se promulgan en esos países y que, de hecho, inciden fuertemente
en el mercado internacional, así como también se dejan sentir los resultados
de las estrategias por ellos ejecutadas para afectar las políticas internas
de las naciones no hegemónicas –y esto se acentuó en las últimas décadas a
pesar de las apariencias y de las modas académicas que conducen nuestra atención
en otras direcciones.
De este lado, el de los países con poca concentración de ese tipo de bienes (tanto
en lo que respecta al ideario cívico como a los recursos materiales), los países
hegemónicos, por su riqueza en tales recursos, gozan de un inquebrantable
prestigio que roza lo irracional (estoy convencida de que sería necesario un
instrumental psicoanalítico para desentrañar los fundamentos de ese prestigio
y el de sus efectos sobre nosotros). Más que como tal conjunto de bienes materiales
y filosóficos sustantivos, la modernidad tiende a ser percibida de este
lado como un conjunto de acreditados signos, y es usualmente en tanto señales
o emblemas de modernidad y no como contribuciones a la calidad de la vida
que esos bienes pueden y deben ser adquiridos. Desde esta perspectiva, lo que
allá es acumulación histórica, aquí es mero signo, emblema, fetiche. Entre tantos
posibles ejemplos, uno curioso es la venta sin precedentes que viene obteniendo
la revista brasileña Raça Negra, lanzada hace aproximadamente un año
a imagen y semejanza de la Ebony, con dos décadas de circulación en EEUU.
Este éxito, más que como un avance democrático de la igualdad de derechos de
los ciudadanos negros, puede ser mejor leído dentro de otra perspectiva: la
asociación exclusiva, entre nosotros, de la modernidad, con el tipo físico europeo,
ahora dejó paso al prestigio de las minorías como signo de modernidad.
En otras palabras, cuando la fuerza de las minorías pasa a ser uno de los signos
asociados al carácter avanzado de los países hegemónicos, a nuestros ojos las
minorías se contaminan de prestigio de la modernidad y, dentro de este envoltorio
y no con el aspecto tradicional con que las conocemos en nuestras sociedades,
las adoptamos. Un negro, un indio, una mujer «hiperreales», enlatados,
pasan a sustituir a los sujetos históricos auténticos (Ramos). Además, el espejo
global devuelve a las categorías históricas su imagen ahora transformada en
consumidores marcados. Esta marca de consumidor con gusto previsible es, en
buena medida, la marca étnica.
Dice Gros para los grupos indígenas: «Ser diferente para ser moderno» (p. 25).
Pero en este caso, sosteniendo que diferenciarse étnicamente, aceptar la nominación
y la cuadrícula étnica, por parte de los grupos indígenas responde hoy a
demandas espontáneas en favor de bienes de la modernidad, como su desarro
llo tecnológico. Esto porque la modernidad también implica, en el presente, el
mandato de diversidad. Analizando en EEUU los cambios en los patrones de
aculturación de los inmigrantes, Gans (1992, p. 186) observa que si para las
antiguas generaciones la aculturación consistía en un proceso constante de lo
que llama de «americanización», este tipo de adaptación fue sustituido desde
1925, debido a la valorización creciente de la diversidad étnica por la nación,
debido a un apego a los trazos étnicos de comportamiento. En mis términos,
diría que la «americanización» contiene hoy en día entre sus muchos aspectos
el mandato de la «etnización» o racialización, y esa influencia como parte de la
expansión hegemónica de la cultura norteamericana pasa también a los países
periféricos.
Por mi parte, creo que los bienes asociados con la modernidad, incluyendo la
identidad diferenciada, han pasado a ser percibidos como «culto de cargo»,
donde el bien es adquirido no por su contenido intrínseco, sino porque se encuentra
contaminado por el prestigio del que goza su fuente de origen. Podría
hablarse de un halo «cargoístico» de los bienes que circulan globalmente. Existe,
por lo tanto, una aspiración de trazo «moderno» que es, por definición, introducido
de afuera, «importado», como una «carga» venida de más allá de la
frontera– «desarrollo por imitación» o «mimético», dice también Chesneaux
(pp. 166 y 168); «hiper-cargo cult» (p. 102). Sin embargo, es importante resaltar
que esos bienes son trasladados hacia el campo de interlocución configurado
fronteras adentro. Los sectores con acceso a estos bienes pasan también a estar
contaminados fetichísticamente por ellos, y esto tiene importancia, en el ámbito
en que viven inmersos, en la estructura particular de sus relaciones con otros
segmentos y del cuadro general de lugares asignados en el marco de la nación.
La sociedad nacional como configuración específica: formaciones de diversidad
Después de enfatizar el impacto de esa gran frontera sobre Estados, naciones y
grupos de interés a uno y otro lado de la misma, quisiera analizar la importancia
del marco nacional para comprender las configuraciones de diversidad que
le son específicas. Para esto, es fundamental entender que las estrategias de
unificación implementadas por cada Estado y las reacciones provocadas por
esas estrategias se tradujeron en peculiares fracturas de las sociedades nacionales,
y es de aquellas que partieron, para cada caso, culturas distintivas, tradiciones
reconocibles e identidades relevantes en el juego de intereses políticos.
A la sombra de este clivaje o línea de fractura principal, se constituyó en cada
historia nacional un sistema, o lo que llamo de «formación nacional de diversidad
», con un estilo propio de interrelación entre sus partes. Dentro de esa for
mación, las «alteridades históricas» son los grupos sociales cuya manera de ser «otros» en el contexto de la sociedad nacional se deriva de esa historia y es parte de esa formación específica. Las formas de alteridad y desigualdad histórica propias de un contexto no pueden ser sino falazmente transplantadas a otro contexto nacional, y los vínculos entre ellas no pueden establecerse sin esa mediación necesaria, a riesgo de caer en un malentendido planetario o, lo que es peor, que impongamos un régimen de clivajes propios de un contexto específico a todo el mundo –lo que no
sería, ni más ni menos, otra cosa que subordinar el valor de la diversidad, hoy emergente, al proyecto
homogeneizador de la globalización. En otras palabras, es a partir del horizonte
de sentido de la nación que se perciben las construcciones de la diferencia.
Comparando tres países bastante paradigmáticos, es posible decir, por ejemplo,
que si en EEUU las fracturas de la sociedad nacional y, por lo tanto las identidades
políticas que se perfilan con mayor nitidez, pasan por lo étnico –incluyendo
aquello que puede ser convertido en formas próximas al literalismo de
la etnicidad, género u orientación sexual–; en Argentina, las identidades políticas
que se derivan de una fractura inicial entre capital-puerto y provinciainterior
son las que prevalecen hasta hoy como verdaderas líneas civilizatorias,
travistiéndose, a lo largo de la historia, en conjuntos de lealtades en torno de
partidos políticos, posturas intelectuales, gustos estéticos, estilos de convivencia
y hasta maneras de hablar y comportarse, constituyendo, en fin, verdaderas
culturas. Es posible decir que estos alineamientos férreos y sus transformaciones
a través de las generaciones impregnan y dividen la sociedad encontrando
significantes hasta en niveles de la interacción que podríamos llamar de francamente
microscópicos (y que, permitiéndome una corta digresión, me recuerdan
a la manera como es posible diferenciar a protestantes y católicos en Irlanda
del Norte por su color de ropa); la filiación política dentro de este marco ha
producido, en Argentina, un efecto muy próximo al clivaje social de lo étnico
en EEUU. El Brasil por su parte es otro mundo, donde el dilema central de la
sociedad, su línea de clivaje principal, se presenta a primera vista y es conocido
habitualmente como «los dos Brasiles», o Bel-India como lo denominó Celso
Furtado hace ya bastante tiempo: una especie de injerto entre Bélgica –para
aludir al Brasil moderno, con ciudadanía y riqueza– y una India –el Brasil de
los miserables, de los descastados, de los sin esperanza, de los excluidos por el
apartheid social, no siempre coincidente con la línea racial del que nos habla,
por ejemplo, Buarque. Esto es mucho más complejo de lo que aquí se representa
pues, si en una primera aproximación se trata efectivamente de dos contingentes
poblacionales con fronteras bien precisas, identidades y formas peculiares
de resolución de conflictos que atraviesan los Estados y las regiones, una
variedad de autores ha señalado cómo la fractura social marca su huella en el
comportamiento también dual, moderno y premoderno, ciudadano y no ciudadano,
del Brasil «incluido» (es clásica la propuesta de Da Matta –Da Matta/
Hess– en este sentido, recientemente reformulada y sofisticada por Soares). Dos
Santos (p. 79) no ha hesitado en clasificar una gran parte de la población brasileña,
o sea, la población «excluida», resistente a ser encuadrada en los moldes
institucionales del Estado, como una población presocial que vive en un «estado
de naturaleza» hobbesiano. Según cálculos de este autor, en Brasil solamente
7% de los conflictos que surgen son resueltos por medios legales, dando esto
la pauta del abismo de separación que divide a los «dos Brasiles».
Día a día se expanden movimientos sociales de familias sin tierra, sin techo y
de niños de la calle, mostrando por donde pasan las identidades políticas fundamentales.
Tomar en cuenta esta fractura básica de la sociedad, ponerla de
relieve y darle su debida importancia al examinar el modelo de identidades
brasileño es fundamental, para luego poder teorizar y calibrar mejor la cuestión
étnica. Ello nos permite, en este caso, reaccionar de forma apropiada cuando
oímos, como me ocurrió recientemente, de boca de una estudiante negra
brasileña en el Center for Latin American Studies de la Universidad de la Florida,
la propuesta de colocar la cuestión racial, o sea, de introducir la frontera
étnica entre negros y blancos en el Movimiento de los Sin Tierra. El idioma
vernáculo de la política en Brasil es el de la exclusión, del apartheid social, y no
el de raza. No estoy afirmando que la cuestión étnica y las formas que el racismo
asume deban quedar desatendidas, sino que debieran ser formuladas con
precisión dentro de la ecuación nacional.
Las diferencias entre estos tres prototipos de formación nacional van todavía
más lejos. El ejemplo de construcción de la nación francesa (como ha sido descrito
por Balibar) representa muy bien el caso argentino, donde es válida la
noción de «etnicidad ficticia» en el sentido de «fabricada». Allí el Estado nacional,
frente a la fractura originaria capital/interior y los contingentes de inmigrantes
europeos que se sumaron y superpusieron a ella (adoptando su estructura
y traduciéndose, curiosamente, a sus términos, a lo largo de un proceso
todavía no adecuadamente estudiado) presionó para que la nación se comportase
como una unidad étnica dotada de una cultura singular propia homogénea
y reconocible. El modelo de lo étnico esencial e indivisible aplicado a la
sociedad nacional entera parece representar muy bien la idea que orientó la acción
de las instituciones estatales, particularmente la escuela y la salud públicas
(v. Salessi; Segato 1991; Tedesco). La recurrencia del tema del ser nacional,
la obsesión por crear una ontología de la nación y las tentativas de secuestrar
(Sigal/Verón) ese «ser» discursivamente y formado bajo esas presiones constituye un capítulo
específico de la literatura argentina, con innumerables exponentes.
Muy por el contrario, en EEUU, entre quienes controlaron históricamente el
Estado y condujeron la construcción de la nación –o sea, el grupo anglo-protestante–
acabó dominando la tesis de que la unidad nacional dependía de la administración
de la convivencia de varios contingentes étnicos en cuanto tales.
La historia de la nación es la historia de esas parcialidades y de sus relaciones.
En Brasil, por su parte, la unidad de la nación está dada por la interpenetración
cultural de los elementos que en ella confluyeron, donde la cultura popular,
como afirma Da Matta, sustituyó al Estado en su poder de convocatoria e interpelación,
o sea, ha sido la fuerza principal por detrás de la creación de una idea
de nación, una convergencia de partes en emblemas nacionales comunes. Y
como se sabe, el componente étnico en particular pero no exclusivamente africano,
da la tónica y es el factor englobante en la cultura popular.
Es significativo que, aunque usemos el mismo término: «melting pot» en EEUU,
«crisol de razas» en Argentina, «cadinho de razas» o «fábula de las tres razas»
en Brasil, estas tres imágenes, que podrían significar lo mismo, lo que debe
leerse en cada una de ellas en su contexto particular es completamente diferente.
En EEUU, al hablar de la sociedad nacional como un caldero étnico se está
hablando de un mosaico de razas siempre identificables cohabitando en el mismo
suelo en tanto diferentes, en calidad de grupos humanos separados. Estados
Unidos procesó sus contingentes constitutivos como un conjunto de unidades
étnicas segmentadas, segregadas, jerarquizadas y enfrentadas de acuerdo con
una estructura polar originaria de blancos y negros. Sobre esa estructura básica
de dos contingentes antagónicos, se instalaron los segmentos de lo que, para el
momento actual, Hollinger describe como el «pentágono étnico»: americanos
africanos, americanos asiáticos, americanos nativos, latino-americanos y euroamericanos,
categorías o bloques etnorraciales donde «la categoría de los ‘blancos’
–afirma Hollinger– fue articulada en el moderno EEUU primeramente en
relación con los negros y secundariamente en relación con la gente de otros
colores» (p. 30). Otras clasificaciones y denominaciones son también posibles,
pero lo que interesa aquí es la estructura segmentada de la diferencia que se
desarrolla a partir del modelo fundador blancos-negros como matriz rectora e
idioma de la alteridad y de la producción de identidad.
Pese a que en un principio la idea de «melting pot», acuñada por Israel Zangwill
en 1908, daba continuidad al ideario de amalgama social que tuvieron J. Hector
St. John de Crèvecoeur, Ralph Waldo Emerson y Herman Melville, donde la
diversidad residía no en el resultado final sino en los componentes que confluirían
en él, es decir, donde se enfatizaba la disolución de la diversidad en un
producto único, ya en 1915 Horace Kallen comenzaba a formular su crítica a
esta concepción de «melting pot» y a proponer lo que llamaría, en 1924, «pluralismo
cultural» usando el modelo de la orquesta sinfónica como analogía. Así,
«cada instrumento era un grupo distintivo transplantado del Viejo Mundo,
haciendo música en armonía con los otros grupos. Enfatizaba la integridad y la
autonomía de cada grupo definido por descendencia» (Hollinger, p. 92). Este
movimiento de resistencia a la asimilación obtuvo apoyo de los intelectuales
liberales de la época y acabó constituyéndose en el mapa dominante de la composición
social norteamericana. En la actualidad, afirma Hollinger (p. 24), este
mecanismo clasificatorio no es ni siquiera una guía de las líneas a lo largo de las cuales se da la
interacción y convergencia genealógica; más que esto, es un marco para la política y la cultura en
EEUU. Es una prescripción implícita para los principios de acuerdo con los cuales los americanos
deben mantener comunidades; es una afirmación de que ciertas afiliaciones son más importantes
que otras.
Por esta diferencia crucial entre nociones como «melting pot» y «crisol de razas», a pesar de la aparente equivalencia entre una y otra expresión, el contexto nacional es indispensable para entender los términos y consignas que comandan la convivencia y estructuran las líneas de conflicto. En este sentido la nación, atravesada por discursos que una sociedad comparte, conoce, discute,
o sea, en cuanto campo cerrado de interlocuciones varias, tiene una historia propia. Tensiones características, resultantes del esfuerzo, siempre administrado por el Estado, por construir una unidad, dan forma a la pluralidad resultante. Si tenemos una historia particular, no podemos
importar nociones de identidad formadas en otro contexto nacional; tenemos
que trabajar, elaborar, robustecer y dar voz a las formas históricas de
alteridad y desigualdad existentes. En general, el discurso de la globalización
nos invita a olvidar ese marco histórico, el de la historia de la nación y de los
conflictos característicos y emblemáticos de cada sociedad.
En el contexto de diferencia de poder y prestigio entre EEUU y los países de
América Latina, y como parte del proceso de influencias por el que se globalizan
formas particulares de identidad resultantes de una historia particular, ha surgido
un grupo de investigadores norteamericanos que critican lo que ellos denominan
nuestro «mito del mestizaje» (v., p. ej., en relación con Brasil, la obra
colectiva de Hanchard, o Hellwig, y mi crítica a éstos en Segato 1998), sustituyendo
subrepticiamente la idea de utopía (una utopía del mestizaje o de la
imbricación de pueblos) con la idea, peyorativa aquí, de mito. No tengo dudas
de que ambos paradigmas, el de la administración de lo diverso como diverso,
y el de la constitución de una nación unitaria, tienen fallas y virtudes, y de que
solamente tomando en consideración realidades particulares, emergentes de
historias singulares, podremos implementar estrategias políticas eficientes. Sin
embargo, constatamos una entrada agresiva, sostenida con fondos, becas y
oportunidades –difíciles de conseguir en nuestros países– para que la gente se
convierta al discurso político de las identidades segregadas, de las minorías.
Comienzan a surgir así, distorsiones y adaptaciones forzadas al nuevo esquema2.
2. Solo para que el argumento que presento no sea mal entendido, es importante aclarar que soy
partidaria de la institución de cuotas de vacantes específicas para negros e indígenas en Brasil, un
país ferozmente racista, y que me encuentro colaborando activamente en la elaboración de una propuesta
para la introducción de este instrumento de acción afirmativa, basado en un principio de
equidad y discriminación positiva, en la Universidad de Brasilia.

na percepción tergiversada o inadecuada del comportamiento social en los
países periferializados por las representaciones dominantes refuerza las certezas
de «superioridad moral» de las naciones imperiales. La «superioridad moral
», como muy bien lo hace notar Said (pp. xvii-xviii), constituye el fundamento
de la «filantropía imperialista», «la mission civilisatrice», características de
los países centrales, y es uno de los pilares, sino el más vital, de la estructura del
poder imperial. Buenas intenciones y vista corta son lo que nos lleva a aceptar
el «auxilio».
Algunos análisis particulares muestran cómo este proceso de formación de lenguajes
de identidades transnacionales se va distanciando de la experiencia étnica
local. Chase Smith, por ejemplo, describe la consolidación del movimiento indígena
amazónico a través de la formulación de la noción de «pueblos indígenas
», que sirvió de base para la formalización de su alianza en la Comisión
Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (Coica),
pero relata cómo, a lo largo de este proceso, y como consecuencia del impacto
global sobre el mismo, los representantes de la Coica fueron distanciándose en hábitos, vocabularios y propósitos de sus bases culturales. Según Chase Smith, «El enfoque de la Coica se ha dirigido
casi exclusivamente al exterior, hacia Europa y EEUU» (p. 115), y las raíces y lealtades locales se debilitaron. En el caso de la identidad negra transnacional emergente, el impacto del
universo racial interno de EEUU es masivo, pero la resistencia de las bases locales a «identificarse» o racializarse según las pautas del nuevo canon llama bastante la atención. Se trata de un largo capítulo de análisis que no es posible incluir aquí (v., p. ej., para el caso de Brasil, Segato 1995 y
1998), pero baste mencionar la visita en 1996 del líder negro norteamericano Jessee Jackson a Brasil, donde mantuvo todos sus encuentros secundado por el embajador estadounidense.
O citar el revelador comentario de Anani Dzidzienyo a la compilación de
Hellwig, con textos que revelan la mirada de intelectuales afronorteamericanos
sobre Brasil:
Si, como se argumenta comúnmente,
los Estados Unidos
sientan el standard contra
el cual otras comunidades
políticas son juzgadas
en lo que respecta a relaciones
raciales, entonces,
¿qué otra fuente de percepciones
más profundamente sentidas que
las observaciones de los africanos [norte]
americanos mismos? (contraportada
del volumen).


Alteridades históricas / identidades políticas: la importancia de una distinción rigurosa
No se trata de afirmar que toda identidad política es enteramente perversa, sino de alertar sobre la importancia de distinguir rigurosamente entre nuevas identidades políticas,
por un lado, y, por el otro, las formas tradicionales de alteridad y desigualdad
con sus culturas asociadas que surgieron de su convivencia histórica
en determinada escena nacional. Solo esta diferenciación precisa podrá evitar
que las primeras devoren a las segundas, ocupando su lugar y eliminando sus
huellas. Una especie de secuestro y sustitución a través de un proceso de verosimilitud.
Son alteridades históricas aquellas que se fueron formando a lo largo de las historias
nacionales, y cuyas formas de interrelación son idiosincrásicas. Son «otros»
resultantes de formas de subjetivación que parten de interacciones a través de
fronteras históricas interiores, inicialmente en el mundo colonial y luego en el
contexto demarcado por los Estados nacionales. Cuando subrayo el papel de
las interacciones e interrelaciones históricas en los procesos de subjetivación
pienso en estrecha afinidad con la recuperación que Bhabha hace del sentido
de la diferencia en Fanon, pues lo que llamo aquí de alteridad histórica es, más
que un conjunto de contenidos estables, una forma de relación, una modalidad
peculiar de ser-para-otro en el espacio delimitado de la nación donde esas relaciones
se dieron, bajo la interpelación de un Estado y articuladas por una es tructura de desigualdades propia. Ciertamente, el ser para otro del afrobrasileño,
y la filosofía que orienta su movimiento de subjetivación en relación, es muy diferente
del ser para otro del negro en el contexto norteamericano. Como Bhabha
afirma, desarrollando la experiencia de Fanon, el sujeto que enuncia esa diferencia
es un sujeto de identidad híbrida, pero esa hibridez, agregaría yo, es el
resultado de una interacción con interlocutores precisos y estables en un ámbito
delimitado. Si en el caso de los países de descolonización reciente, como los
de Africa, Asia o el Caribe, esta interlocución y consecuente hibridez se dio
entre nativos y administradores imperiales, en el caso de América Latina y América
del Norte se dio dentro del ámbito nacional. Esta «diferencia» emergente
de la interlocución, según Bhabha, no puede ser confundida con la «diversidad
cultural», concepto mecánico y objetivador que «da origen a nociones liberales
y anodinas de multiculturalismo, intercambio cultural, o cultura de la humanidad. Diversidad
cultural es también la representación de una retórica radical de la separación de culturas
totalizadas que viven incontaminadas por la intertextualidad de sus localizaciones históricas
» (1994, p. 34).
A su vez, las alteridades históricas me parecen diferentes de las identidades políticas transnacionales
debido a que éstas son un producto de la globalización por dos caminos posibles:
1) pueblos que estuvieron siempre constituidos y bastante aislados y que ahora
inscriben su presencia con perfil definido, como solicitantes de derechos y legislaciones
específicas, en un proceso de adquisición de visibilidad en términos
étnicos o de «minorías» que puede ser llamado de etnogénesis o emergencia de
identidades. Este es el caso, por ejemplo, de los «quilombos» o comunidades
de negros cimarrones en Brasil, que deben su permanencia histórica justamente
a estrategias de ocultamiento en el seno de la nación (Carvalho 1996, 1997) y
que ahora se ven empujados a «visibilizarse», «etnizarse» y racializarse en términos
que les son novedosos; y 2) segmentos de la población con características
raciales o tradiciones diferenciadas que han existido históricamente pero
cuya etnicidad pasa ahora a obedecer las pautas de un guión fijo introducido
por la globalización y endosado por los Estados nacionales bajo la presión de
los agentes globalizadores. Es el caso, por ejemplo, de los descendientes de
africanos en Brasil y de su cultura, y del impacto sobre los mismos de las concepciones
de raza en EEUU, y del papel del factor racial en las relaciones sociales
en aquel país. También son ejemplos las diversas formas de construcción de

la etnicidad indígena en el Nuevo Mundo, y la pauta del indigenismo transnacional
antes mencionada.
No se trata simplemente de la adquisición de conciencia sino de la sustitución
de una forma de ser otro, de constituir alteridad, dentro de una historia concreta
de interacciones, por un estatuto de identidad con referencia a patrones fijos
donde se rechaza o niega la hibridez constitutiva de subjetivarse como «otro»
en relación con lo que dice Bhabha. Por lo tanto, se produce una reducción, un
achatamiento de las formas de ser diverso. O, lo que es más grave, una homogeneización
mundial de las maneras de constituirse en diferencia, en identidad.
Se introduce también una artificialidad y una superficialidad de lo étnico,
un «multiculturalismo anodino y liberal» que se transforma en puramente emblemático
–etnicidad emblemática, en tanto que constituida por puros signos
diacríticos de una supuesta «diferencia», pero donde no hay lugar para la discusión
sobre la naturaleza misma de los recursos, su forma de extracción y su
finalidad en el destino humano. Parece ser una descripción más adecuada que
la «etnicidad simbólica» propuesta por Gans (1979) para describir este mismo
achatamiento y vaciamiento de la diversidad cultural. Lo emblemático tiene
un grado menor de densidad y profundidad que lo simbólico.
Como se sabe, el beneficio de introducir estas identidades políticas consiste en
que, a partir de la pertenencia a grupos así marcados es posible reclamar acceso
a recursos y garantías de derechos, pero el precio a pagar por esta conquista es alto: 1) lo
que es reclamable o deseable también llega definido, como una finalidad impuesta.
En este proceso de pérdida de la memoria de las finalidades alternativas podríamos
encontrarnos con mujeres aspirando a ser generales, o negros imaginando
fórmulas para maximizar la plusvalía de sus subordinados, pues toda la idea de
contracultura, de contestación a partir de la experiencia histórica de pueblo, se pierde. La
conciencia de la pluralidad de las aspiraciones humanas es disuadida, y un determinismo
del origen sustituye el principio de que lo que une a los seres humanos es el tipo de mundo que
defienden. 2) Es difícil captar para este tipo de política, con sus promesas de ciudadanía, a los grupos no periferializados, o sea, que viven todavía ajenos a las presiones de los agentes transnacionales y al
proceso modernizador de la globalización. 

3) Se da una pérdida de tradición, de la imaginación apoyada en soluciones culturales peculiares y un olvido de las formas de convivencia que no caben en este modelo y que son propias de
nuestro mundo mestizo latinoamericano. Con referencia a este empobrecimiento de la diferencia, la interpelación por interlocutores históricos concretos que lleva a la subjetivación es sustituida por
una interpelación mecánica y racionalizada consistente básicamente en la oferta
de emblemas por parte del mercado, agentes globalizadores y medios masivos
de comunicación. Lo que era un proceso de comunicación donde predominaba
el elemento indicativo, espontáneo, de posicionamiento con relación al
«otro», se transforma en autoclasificación mecánica y objetivadora referida a
un patrón abstracto, distanciado, global. Se da, así, una profunda modificación
de la relación entre el lenguaje y lo vivido. La «conciencia práctica» de ser sujeto
de identidad es sustituida por una conciencia obligatoriamente «discursiva»
e instrumentalizadora de la propia identidad.
Veo aquí en acción «el crimen perfecto», que sustituye progresivamente las economías
«reales» (en los términos de Baudrillard), locales, por la economía global
bajo el régimen de la equivalencia general, como un verdadero exterminio
de la experiencia de la alteridad. Identidades virtuales, programadas y producidas
en escala mundial y difundidas mediáticamente secuestran y toman el
lugar de las formas históricas de «ser otro».




Rita Laura Segato: PhD en Antropología Social; profesora del Departamento de Antropología de la Universidad de Brasilia.
Palabras clave: identidades, transnacionalismo, alteridades, globalización.
Nota: El presente ensayo es una versión abreviada del publicado, para una lectura especializada, enAnuário Antropológico 97, Tempo Brasileiro, Río de Janeiro, 1999. 


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