El presente material se compone de 4 capítulos, hoy les entregamos el primero de ellos.
150 Años de abolición
de la esclavitud en elParaguay
1869-2019
Introducción
Ante la pregunta de donde somos o venimos, la respuesta
llego hace unas décadas: África-Macrohaplogrupo
L (ADNmt) el macrohaplogrupo L equivale a la ascendencia
mitocondrial africana de toda la humanidad. (1)
Esto significa que el origen de la humanidad se puede
rastrear a partir del ADN mitocondrial de las personas en la actualidad, hasta
llegar a un ancestro común femenino compartido por todo el mundo.
El ADN, determina
las características del organismo, el genotipo puede definirse como el conjunto
de genes de un organismo y el fenotipo como el conjunto de rasgos de un
organismo. Por lo tanto se comprueba científicamente que desde hace unos 200
mil años, el continente Africano fue
el origen y la cuna de la única raza
humana.
Las migraciones
mitocondriales han esparcido a la
civilización por todo el planeta tierra conformando las diferentes etnias y
también culturas que influyen en nuestra evolución biológica, y es
probable que lo siga haciendo en el futuro. (2)
Los antropólogos
van más lejos en sus apreciaciones cuando afirman que la humanidad está
compuesta por más de un millar de etnias que hablan otras tantas lenguas, cuyo
núcleo de origen es el hombre primitivo del África. El color oscuro de la piel
lo adquirió como adaptación biológica para resguardarse del sol y el cabello
encaracolado para retener el sudor y enfriar la cabeza. Cuando el género
"Homo", hace casi 200.000 años, comenzó a dispersarse sobre el
planeta, sus características físicas se fueron adaptando a las exigencias de
las nuevas condiciones climáticas.
A los que
emigraron a Europa, la selección natural les aclaró la piel para captar mejor
los rayos ultravioleta y suplir así la carencia de vitamina D; se les achicaron
las fosas nasales para evitar el ingreso de aire frígido a los pulmones. Los
que llegaron hasta el Oriente ganaron bolsas adiposas alrededor de los ojos
para protegerse de los gélidos vientos siberianos.
Algunos
estudiosos llegan al extremo de afirmar que la raza blanca es una tenue variedad
genética originada a partir de asiáticos que se mudaron a Occidente cerca de
32.000 años atrás como " Hombres de Cromagnon". Otros intentan
probar, con argumentos más o menos similares, los orígenes de la "raza"
amarilla o de él piel roja norteamericano.
Según este
criterio no habría razas inferiores o superiores sino personas diferenciadas
que responden al contexto cultural en que se formaron. No sería correcto, por
tanto, seguir hablando de razas de cualquier color. El mejor medio de terminar
con el racismo es asumir la igualdad mental y moral humana… (3)
Esta respuesta nos afirma claramente que no se nace con
prejuicios, los mismos se adquieren en el paso por la vida.
El
desconocimiento puede fusionarse a la práctica del racismo estructural como acto de normal naturaleza en algunas
sociedades el cual opera por ejemplo en uno de los casos en el lenguaje, lo
negro es malo, lo blanco es bueno.
La
colonización del continente a manos europeas
trajo aparejado un abominable atropello
a la dignidad humana: la esclavitud.
Comenzamos por
el principio para tratar de comprender la importancia de estos 150 años de la
fecha del decreto - la ley de abolición.
Capítulo 1- La esclavitud desconocida, la Indígena,
desde la colonia y posterior…
La Bula Dum Diversas emitida por el
papa Nicolás V el 18 de junio de 1452 autorizaba a conquistar y consignar a una
esclavitud indefinida a los capturados en guerra, la misma es considerada como el
inicio de este nuevo proceso trágico migratorio, la misma fue reiterada y
actualizada por varios papas hasta que
en 1537 el papa Pablo III, condeno el esclavismo «injusto» de los no
cristianos pero sancionó la esclavitud
en Roma en 1545 (debido al gran número de indigentes en las calles)
El 8 de enero de 1554, estos poderes se extendieron a los
reyes de España. (4)
Esta resolución venía de años antes, el Papa Alejandro
VI, Valenciano no se hizo rogar a través de la iglesia expandía el reino de
Dios en la tierra y era justo nombrar a la Reina Isabel dueña y señora del
Nuevo Mundo.
No podemos dejar de lado al hablar de
esclavitud de otros hechos ocurridos en la historia y que poco se trata o
escribe, y no es precisamente de los pueblos originarios africanos si no de los
cuales llamamos aborígenes de América;
bautizados por el propio Cristóbal Colón como Indios (Indígenas), debido
a la conocida historia de creer haber llegado a las Indias… occidentales.
Los daños causados a indígenas por los conquistadores
fueron innumerables, entre ellos las enfermedades
y epidemias traídas por los españoles
fueron unos de los principales motivos de mortandad o masacre de los indígenas,
pero tampoco podemos descartar la explotación indígena tan descarnada que se
dio en los primeros años, como un factor igualmente importante en la
desaparición de las poblaciones indígenas del Caribe, hay también una sinergia
entre esclavitud y epidemias. Las cacerías de esclavos esparcieron virus y
éstos produjeron muertos, que había que reemplazar. Sobre los orígenes de esta
otra esclavitud la información se ha perdido en el pasado remoto, pero de hecho
en el diario de Cristóbal Colón figura la primera actividad comercial en el Nuevo Mundo la cual consistió en
dirigir en persona una campaña militar contra los indígenas acompañado de un
puñado de caballeros, 2 centenares de infantes y unos cuantos perros
especialmente adiestrados en el ataque diezmaron a los” indíos” enviándolos a Europa en cuatro carabelas con 550 esclavos
indígenas cada una para subastarlos
en los mercados del Mediterráneo, muchos murieron en Sevilla miserablemente. Antes
y después de una real cedula de junio del año 1500 esto continúo sucediendo. También
su diario nos revela que antes de
“descubrir “América, Colón estuvo en lo que hoy es Ghana y vio que el tráfico
de esclavos de Portugal podría ser un negocio rentable. Años después, al no
descubrir ni especies ni seda en su viaje a América, escribió a los reyes
españoles para decirles que en América había muchos hombres de mejor calidad
que los africanos. Sobre este diario del Almirante, dejemos para otra ocasión
las referencias sobre el Oro y otras riquezas observadas y descubiertas. Otros primeros exploradores de otros
países siguieron los pasos del almirante. Ingleses, franceses, holandeses y
portugueses jugaron un papel fundamental en la trata de esclavos indígenas.Sin embargo, en
virtud de sus amplias y densamente pobladas colonias, España se convirtió en el
poder esclavista dominante. Sin duda, España fue para la trata de esclavos
indígenas lo que Portugal e Inglaterra fueron para los esclavizados antepasados
africanos.
/Que la Corona prohibió
la esclavitud es un decir introduciendo excepciones. Los indios caníbales, los
capturados durante las guerras justas, etc.. Esto sirvió como excusa para
emitir licencias a los grupos armados de colonizadores, para conseguir esclavos
y venderlos. Los dueños de esclavos eran gente bien conectada porque podía
comprar estas licencias y tenían medios para organizar expediciones y traer
indios. Estas élites eran dueños de encomiendas (disfrazada esclavitud indígena llamada de esta forma hasta el presente)
en las minas de oro o la producción de caña de azúcar y para ello necesitaban
mano de obra, que era más barata que traerla de África, el africano costaba de
dos a tres veces más que el natural americano. Según datos al principio de la
colonización en muchos lugares de América aborígenes y africanos sometidos llegaron a
convivir trabajando en las minas y en la construcción de ciudades
principalmente.
Por su parte Hernán Cortés capturó esclavos de guerra
pero también era un empresario de minas de oro y tenía algunas de las encomiendas
más grandes. Hay documentos notariales que demuestran la venta de las minas y
con ellas los indios que ahí trabajan. Fue uno de los esclavistas más conocidos
de su tiempo,los
“indios”, trabajaban tanto que ya resistían más de su propio peso, y se
trataban a los “indios” como bestias de carga.
La sección historia, unidad documental del
A.N.A, cuenta con un extenso archivo llamado: Expediente Relativo al cumplimiento
de una Real Cedula sobre la Abolición de encomiendas de Indios en la Provincia
del Paraguay, en donde hoja a hoja podemos apreciar además del sello real de la
corona desde 1780 y poco hasta 1812-3..., y alcanzan el año de 1815!, ante el
incumplimiento de la misma, familiares y allegados de estos indígenas presentan
argumentos desde varios puntos del país, en ese entonces provincia pidiendo la
libertad de los mismos.
Irónicamente,
España fue el primer poder imperial en discutir y reconocer formalmente los
derechos de los indígenas cuando a inicios del siglo XVI prohibió la esclavitud
de los indígenas, salvo en casos extraordinarios, y después de 1542 prohibió la
práctica sin excepción alguna.
Entendamos que
no fue prohibida sino bendecida: antes de cada entrada militar, los capitanes
de conquista debían leer a los indios, ante escribano público, un extenso y retorico
Requerimiento que los exhortaba a
convertirse a la santa fe católica: Si no
lo hiciereis, o en ello dilación maliciosa pusiereis, certificados que con la
ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por
todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de
la iglesia y de Su Majestad y tomaré y tomaré vuestras mujeres e hijos y los
haré esclavos, y como tales los venderé y dispondré de ellos como su Majestad
mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que
pudieré…(5)
Esto demuestra
que tan persistente y extensa fue la esclavitud indígena que terminar
con ella resultó casi imposible. A diferencia de la esclavitud africana que se mantuvo vigente y fue
legal, apoyándose en prejuicios raciales, aquí entra en escena el Fraile
Bartolomé de las Casas, el cual propuso la solución alternativa de la que no
tardaría en arrepentirse, la utilización de esclavos Africanos ya que en su
concepto eran una casta inferior para cuya esclavitud no se
exigían especiales fundamentos éticos o jurídicos, debido a que no poseían
alma!, (esta aberración no admite rechazo en su tiempo, época)( tampoco podemos
considerarlo como estamos viendo el único responsable moral de la trata de
estos antepasados que eran seres humanos libres ya que no es condición natural
ser esclavos, ni mucho menos el iniciador por aconsejar al Rey, de un
pensamiento e ideología racista) Regulando algunas normas legítimas sobre
derechos acerca de la esclavitud indígena surgen algunas medidas de amparo y
protección que le otorgan emergencia a la mano de obra esclava africana. En
1518, la corona española, autorizó la venida de 4000 mil africanos a América como
mano de obra barata, el mismo fraile diría que fue «un alivio para los nativos
que estaban siendo dura e inhumanamente tratados» esto se traduce como que el
problema con los nativos era que se rehusaban a la opresión, los colonizadores no habían viajado a las
indias a trabajar, sino precisamente a todo lo contrario. Y los naturales,
acostumbrados a una economía de subsistencia, tampoco estaban por la labor. Los
europeos insistían en ponerlos a trabajar; ellos, que no, y menos a trabajar
sin descansar a pesar de las leyes de las Indias y a aceptar el cristianismo,
convirtiéndolos en infieles y perseguidos
enemigos. Sin embargo, esta prohibición categórica no detuvo a
generaciones de conquistadores y colonos ávidos de esclavizar a pobladores
nativos a escala planetaria los cuales fueron llamados de señores y por los africanos de amos. El hecho de que
esta otra esclavitud se realizara clandestinamente la hizo aún más artera. Los
dueños de los esclavos indígenas, intentando mantener su dominio sobre ellos,
se inventaron eufemismos e instituciones para prolongar esta práctica sin
violentar la ley ni la prohibición. Debido a que la esclavitud africana siempre la consideraron “legal”, sus víctimas se pueden rastrear
en los registros históricos: eran tazados a su entrada en los puertos y
aparecían en facturas de venta, testamentos y otros documentos. Ya que estos
esclavos tenían que traerse del otro lado del Atlántico, eran escrupulosamente
—incluso obsesivamente— contados a lo largo del trayecto. Pero como los
indígenas no tenían que cruzar el Atlántico no salen en bitácoras ni registros
portuarios. (6) En el caso específico de Paraguay existe mucha documentación al respecto: En
los primeros años de la conquista española era frecuente que los caciques
"principales" carios adoptaran el nombre de los capitanes españoles
en el momento de su bautismo a la fe cristiana. CUPIRATÍ, autoridad suprema de
los guaraníes de la región, "el prinçipal sobre todos los principales”;
pasó a llamarse Juan de Salazar Cupiratí, el nombre de su yerno el capitán Juan
de Salazar de Espinoza, fundador de la casa fuerte de Asunción. El cacique
CARACARÁ, en cuyos dominios se erigió la fortaleza, agregó a su nombre Pedro de
Mendoza, primer adelantado del Río de la Plata. Este cacique fue suegro de
Domingo Martínez de Irala, el célebre Capitán Vergara. (Testimonio de Pedro de
Estopiñán Cabeza de Vaca). El cacique MOQUIRACÉ de Tapua, más adelante suegro
del tesorero Garcí Venegas, recibió el nombre de Lorenzo Moquiracé. (Fulgencio
R. Moreno, 1926). Esta costumbre persistió por años. En tiempos recientes era
posible observar a peones indígenas pai tavytera exhibiendo documentos
personales en los que figuraban como propios el sobrenombre del patrón. La
adopción del nombre completo solía representar una prueba de afecto por parte
del siervo-esclavizado. El autor conoció a nativos originarios de las selvas
vecinas al Cerro Acangüé en las sierras de Amambay exhibiendo orondos sus
libretas electorales en las que figuraban como propios, nombres y apellidos de
los principales jerarcas políticos de la época. N. del A.(7)Son varias los pueblos, hoy
ciudades, que se fundaron bajo órdenes
de los gobernadores de turno para la defensa de sus supuestos
territorios. Se proponían españoles y sacerdotes: reunir sus fuerzas para esclavizar á
los indios; afirmaban que la religión cristiana era el camino por donde se
perdía la libertad… Subleváronse los indios establecidos en la parte superior
del río Paraguay..., El gobernador se dirigió á castigarlos llevando la tropa
necesaria; dió muerte á muchos y redujo más á la servidumbre, con los cuales
entró en la ciudad cual si acabase de alcanzar una victoria esclarecida. Como
llegase la temeridad de algunos ciudadanos á quererse apropiar los indios como
esclavos y esto sin rebozo alguno… (8)
Mucha es la documentación al respecto como mencionábamos,
nombres como Sebastián Gaboto, Antonio Ponce, el fundador de Buenos Aires Pedro de Mendoza, los adelantados
Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Alejo García,
algunas personas eclesiásticas trocaban objetos y animales a cambio de indias,
las cuales en el Paraguay tenían un poder adquisitivo, como cualquier otra
clase de "moneda de la tierra". En una Carta de Obligación con fecha
de 25 de setiembre de 1547, referida a Pedro de Ovelar, éste pagó 800 pesos oro
a favor del Clérigo Martín Gonzalo por importe de una esclava india de nación
Crycoci, herrada en la cara, traída del puerto de los Reyes la esclava llamada
Comí, de treinta años más o menos . Referente a las indias esclavas en
Asunción, Martín González, quien asumió en sus escritos la defensa del indígena
escribió "que intentaban huir a sus tierras y traídas, las azotaban y
maltrataban otras, de verse fatigadas y con el deseo de sus hijos y maridos, y
visto que no podían ir a ellos, se ahorcaban".... se menciona "hay
cristianos que tienen ochenta e a cien indias". Esto implicaba desde el
punto de vista económico mano de obra gratuita para el colonizador. Domingo
Martínez de Irala aparece también como involucrado en la venta de indios del
Paraguay en dos ocasiones, a traficantes portugueses: "a cambio de hierro
y herramientas que a más de hacer las veces de la moneda entre otros
cristianos, sirven para contratar naturales" Por otro lado, el mismo
Domingo Martínez de Irala escribe al Consejo de Indias en 1555, e informa que
el gobernador de San Vicente permite que los indios carios(caribes-guerreros, o
sea guaraníes) salgan con algunos cristianos forajidos, los marquen con hierro
como señal de que son esclavos, para luego venderlos . Quizás Irala haya tomado
esta actitud con el fin de evitar las acusaciones que le imputaron en ese
entonces. Como todas las reales cédulas y provisiones fueron redactadas
conforme a las situaciones planteadas en las nuevas colonias españolas y ante
las reiteradas quejas de maltratos a indios, la Corona emitió una Real Cédula
con fecha de 27 de mayo de 1582 pregonada en Asunción en setiembre de 1591, a
través de un "pardo moreno", el contenido de sus párrafos decía: Los
indios, "son tratados como esclavos, se los venden y compran entre
encomenderos. Hay indios muertos a azotes y mujeres que mueren y revientan con
las pesadas cargas y a sus hijos le hacen servir"
"Fue también característico del proceso colonial
paraguayo el modo de unión de los "cristianos" con las mujeres de los
guaraní, lo que muy pronto ya en el siglo XVI daba lugar a justificaciones
ideológicas contrapuestas, se hablaba de "cuñadazgo", como si entre
los "cristianos" e indios se hubiera sistematizado una relación de
verdadero parentesco, pero también se denunciaba la "saca de mujeres"
las "rancheadas", el "trueque de mujeres", como si la mujer
guaraní y de otras etnias fueran tratadas
solamente como pieza esclava . Según datos en el caso de la trata indígena la
mujer y las criaturas sufrieron en mayor número, dando inicio a las formas
análogas de hoy en día y en relación a los africanos, los hombres fueron en
mayor número.
A pesar de que Innumerables fueron las protestas ante la
Corona a favor y en contra en 1680 estableció que "solo podían ser
sometidos a esclavitud. Los indios Caribes, Araucanos y Mindanaos rebeldes siempre
a la dominación española". En 1603, Hernandarias redacta un documento con
relación al gobierno y refiere al desorden y descuido de los encomenderos,
correspondiente a la doctrina, enseñanza y conservación de los naturales
encomendados, "... a cuya causa la mayor parte de ellos ha muerto,
consumido y acabado..."
Ante éstos sucesos llegó al Paraguay el Oidor Francisco
de Alfaro, quien haciendo énfasis a la libertad natural del indio redactó sus
ordenanzas: "Declaró que el servicio personal de los indios "ha sido
y es injusto contra todo derecho". Prescribía que no pueden ser dados, ni
vendidos como esclavos, y el que así lo hiciere seria condenado"… Muchas
fueron las quejas con respecto a las ordenanzas de Alfaro. De la ciudad de
Asunción, enviaron sus protestas ante el Rey en 1612, por ejemplo, el cabildo
de Villarrica se " dirigió, al gobernador del Río de la Plata, a través de
Diego Marín de Negrón, haciéndole presente la imposibilidad de cumplir la
ordenanza"
"Durante el siglo XVIII, En 1718 El gobernador
Agustín Fernando de Pinedo recibe una Real Cédula, y le solicitan informar al
rey si conviene incorporar todas las encomiendas de la Provincia dando la
corona a los encomenderos el equivalente por las cajas reales" .Una vez en
los pueblos, el gobernador percibe sobre la situación general, y luego de tres
años informa. El documento dice textualmente: "Los llamados originarios no
tienen agregación o pueblo alguno, ni tierras, bienes temporales, ni espirituales...
realmente son unos esclavos a títulos de encomendados.... en la práctica
servían a los encomenderos como esclavos desde que nacen hasta que mueren,
están obligados los varones a trabajar dos meses de cada año, desde los diez y
ocho años, hasta los cincuenta de edad, no teniendo éstos miserables como no
tienen casa propia en que vivir, ni tierras que labrar con que sustentarse, se
ven obligados a estar sujetos siempre a los encomenderos ..... la pesada
esclavitud en que tienen los encomenderos a los indios reducidos y civilizados,
y por no verse en igual opresión y miseria se mantienen obstinados en su
idolatría, es artificio y engaño para oprimirlos y tenerlos por esclavos como
los demás". La esclavitud indígena fue practicada de hecho, aunque no permitida
legalmente. Los abusos que se cometieron contra ellos, se encubrían con los
servicios personales tolerados por la ley, pues desde un primer momento los
indios eran considerados como "vasallos libres de la Corona".(9) Esta
situación lleva a pensar algo terriblemente inhumano pero lógico para la época
colonizadora; el guaya-tapii(esclavo indígena) era jurídicamente libre, a
diferencia del africano… les salía gratis, es decir, una persona recibía una
encomienda de indígenas y los mandaba a trabajar a los yerbales. Por estos
indígenas no había invertido más que una mínima suma al recibir la encomienda.
Si se moría uno, su inversión no se vería afectada. En cambio un esclavo
costaba caro, y su muerte significaba una pérdida. Aunque esta distinción
era poco vivida por los indígenas. (10)
Según corrientes indigenistas hacen suponer en el
presente que en América existían unos 80 millones de habitantes antes de la
invasión en 1492. De esta
cantidad, las tres cuartas partes (unos 65 millones), corresponderían al
territorio que luego fue Hispanoamérica. Sus grandes centros poblacionales eran
el Imperio Inca, con cerca de 30 millones, y los Mexica con unos 20.
Se cree que al año 1.700, siglo y medio después, este total se había reducido de manera
dramática a cinco millones; lo que representa la desaparición
de 60 millones de indígenas "masacrados" mal llamados evangelizados! por el imperio español, unos 400 mil
cada año. El Decreto de 1848 es un triste hito de la vida independiente del
Paraguay. No les dio ni libertad ni ciudadanía completa a los pueblos
indígenas a pesar de lo que dice con sus hermosas palabras. Por el
contrario es el anuncio y principio de lo que serán las políticas de
Estado con los Pueblos indígenas desde entonces hasta ahora, que han
sido de sistemática usurpación de sus territorios y bienes,
discriminación social y negación de sus culturas. Cuando el Paraguay llevaba apenas unos pocos años de independencia y
cuando la nación había pasado ya por un período de terrible dictadura
proclamada por el Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia, el presidente
Carlos Antonio López declaraba en 1848 “ciudadanos libres a los Indios
naturales de toda la República”. Los considerandos en que se basaba ese
decreto son una manera de encubrir su verdadera intención. En parte era
verdad que el “régimen de conquista”, es decir, el periodo colonial
hasta 1811, fue un tiempo de engaños, de humillación, de abatimiento, de
abusos de todo género y de privaciones, atribuidos al pupilaje bajo el
cual habían sido tenidos los indios naturales, especialmente los
guaraníes. Ahora, en 1848 el Decretopretendía instaurar un
tiempo nuevo de libertad; esto era laudable. El modo de llevarlo a cabo,
sin embargo, tuvo efectos del todo contrarios. Hay que tener presente que los pueblos de indios a los que se refiere el Decreto son
las 21 comunidades en las que estaba todavía la mayor parte de la
población paraguaya. Eran los pueblos antiguos de Guaraníes que fueron
fundados a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII. Estos 21 pueblos
eran Ypane, Guarambaré, Ita, Yaguarón, Atyrá, Altos, Tobatí, Itapé,
Caazapá, Yuty, Belén, San Estanislao, San Joaquín, Santa María, Santa
Rosa, San Ignacio, Santiago, San Cosme, Trinidad, Jesús y el Carmen
–antigua comunidad de Encarnación o Itapúa–. Diez de ellos habían sido
fundados por los conquistadores o por los franciscanos, los otros once
eran de creación jesuítica, pero los padres jesuitas habían sido
expulsados ya en 1768, y entonces se habían producido cambios notables
en su gobierno y organización. De este modo, esas comunidades presentaban características bastante
diferentes, pero eran puestos al mismo nivel por el presidente López,
como pueblos“que demasiado tiempo han sido engañados con la promesa fantástica de lo que llamaban sistema de libertad de los Pueblos”. Esta
libertad y ciudadanía se haría efectiva, decía don Carlos Antonio
López, haciendo desparecer la comunidad y los instrumentos de su
gobierno como eran los Cabildos, los Justicias, los Corregidores y
Administradores. Lo curioso es que en los artículos mismos del Decreto apenas
sale ya la palabra libertad, tan proclamada al principio. La
preocupación es más bien determinar y definir otras normas y nuevas
instancias de gobierno. Así entran en vigor las Comisiones que de hecho
eran elementos de fuera para controlar la comunidad. El artículo 21 puede ser tomado como centro y eje de todo el Decreto: “Se
declaran propiedades del Estado los bienes, derechos y acciones de los
mencionados veinte y un pueblos de naturales de la República”. Este artículo, sí, será aplicado inmediatamente. Así el presidente Carlos Antonio López a través de este tristemente famoso Decreto del 7-X-1848 suprimió la institución del táva comunal,
declarando extinta la “comunidad”, lo que permitía al Estado apropiarse
y disponer de las tierras de “los 21 pueblos de indios”, a quienes se
concedía -por irónico trueque- la ciudadanía. La asimilación de todos
los habitantes del Paraguay en una única ciudadanía, negaba por vía de
derecho positivo la realidad pluriétnica del Paraguay. Despojados de sus
tierras, los indígenas se vieron también excluidos de la posibilidad de
elegir y ser elegidos, ya que sólo podía ejercer este derecho quien
poseyera algún inmueble en propiedad. La negación tanto de la identidad
étnica, como de la posibilidad de organizarse socialmente atendiendo a
un sistema propio sería en el futuro un presupuesto político por el que
se guiarán y pondrán en práctica los distintos gobiernos. Esta será
también una actitud constante de la sociedad dominante frente a los
pueblos indígenas. El francés Martín de Moussy en 1856, al hacer memoria de su visita al Paraguay, lanza contra López un duro juicio: “Es
preciso no ocultarlo: el Paraguay de hoy es una inmensa Misión, cuyos
mayordomos son el Sr. López y sus hijos, con la diferencia que los
socios no están ni mantenidos ni vestidos, ni tienen sobre todo parte
alguna en el beneficio general. Se comprende que el mecanismo de
semejante administración es simple y poco costoso. Así es que el
Paraguay ofrece ahora el espectáculo de un gobierno fabulosamente rico
mientras que la Nación no tiene nada que comer”.(11)
"Al principio, el saqueo y el otrocidio fueron
ejecutados en nombre del Dios de los cielos. Ahora se cumplen en nombre del
dios del Progreso. Sin embargo, en esa identidad prohibida y despreciada
fulguran todavía algunas claves de otra América posible. América, ciega de
racismo, no las ve. " De esta forma el periodista y escritor Eduardo
Galeano, autor de Las venas abiertas
de América Latina, utiliza la palabra otrocidio como equivalente de genocidio,
afirmando que los indígenas americanos fueron objeto de genocidio en nombre de
la religión, lo que es equiparado con el genocidio que sufren actualmente
debidos al progreso. En otro trabajo llamado Espejos blancos para caras Negras
narra: A principios del siglo XVI, en los primeros años de la conquista
europea, el racismo se impuso en las islas del mar Caribe. Coartada y
salvoconducto de la aventura colonial, el desprecio racista se realizaba
plenamente cuando se convertía en el autodesprecio de los despreciados. Muchos
indígenas se rebelaron y
muchos se suicidaron, por negarse al trabajo esclavo, ahorcándose o bebiendo
veneno: pero otros se resignaron a otra forma de suicidio, el suicidio del
alma, y aceptaron mirarse a sí mismos con los ojos del amo.
.«Parece
negro», o «parece indio», son insultos frecuentes en América Latina; y «parece
blanco» es un frecuente homenaje. La mezcla con sangre negra o india «atrasa la
raza»; la mezcla con sangre blanca «mejora la especie. La llamada democracia
racial se reduce, en los hechos, a una pirámide social: la cúspide es
blanca, o se cree blanca: y la base tiene color oscuro.
(1) Mitochondrial DNA and
Human Evolution,(ADN mitocondrial y evolución humana) by Rebecca Louise Cann,
Mark Stoneking, and Allan Charles Wilson (1987)
(2) Mark Stoneking
(3) Alfredo Boccia, Esclavitud en el Paraguay
(4) Dum Diversas wikipedia
(5) Daniel Vidart, Ideología y realidad de América
(6) Andrés Reséndez, La otra esclavitud
(7) Alfredo Boccia, Nacimiento, Vida y Muerte del Esclavo en el Paraguay
(8) Nicolás del Techo, Historia de la provincia del Paraguay de la
Compañia de Jesús
(9) Ana María Arguello, El Rol de los Esclavos negros en la historia del
Paraguay
(10) Ignacio Telesca, Reportaje ABC color
(11) Cultura.gov, Bartomeu Melià, s.j., Decreto 7 octubre 1848
El 2 de octubre de 1869 se decreta la total abolición de
la esclavitud; del proceso para llegar a esta fecha hablaremos en el capítulo 2 del presente material conmemorativo.
La Constitución
Nacional de 1870|Léi Guasu 1870-pe guare
25 de noviembre de 1870
Artículo 25. En
la República del Paraguay no hay esclavos, si alguno existe queda libre desde
la jura de esta constitución, y una ley especial velará las indemnizaciones a
que diere lugar esta declaración. Los esclavos, de que cualquier modo se
introduzcan, queda libre por el solo hecho de pisar el territorio paraguayo.
Con su aparición, en 1984, el libro
Angola y otros cuentos marcó un camino relevante, razón por la que ha
sido incorporado al corpus de obras fundamentales de la literatura
contemporánea del Paraguay. La crítica lo recibió, unánimamente, como
una voz genuinamente paraguaya, y ha celebrado el dominio de la técnica
narrativa del autor en un género tan riguroso como éste. Piezas de estas
páginas pasaron a formar parte de todas las antologías de la narrativa
paraguaya publicadas desde entonces.
Un tramo de Angola y de Kamba Ra Angá dejamos en este artículo y al final el link de descarga del libro.
ANGOLA
Angola, negra motuda, piel de carbón. Miriñaques acampanados y bombachas
coloradas. Se acabó tu vida sin macumba. Sin bongó, sin tumbadora, sin
candombe. Sin velas cercadas por cigarros de hoja y vasos de caña blanca.
Sin sacrificios de gallos a medianoche. Sin papeles sucios, repletos de
garabatos cabalísticos. Envuelta en sudario blanco, te esperan las nubes
verdosas del Olorum. Un coro de orixás te dará la bienvenida con un canto
de triunfo.
Angola, carne de tambor. Negra de dientes blancos y risa puntual. Hija de
madre puta y de padre desconocido. Nieta de sementales negros. Acabó tu
historia de contrasentidos, tu vida de paradojas. Negra entre blancos,
aceite en el vinagre, baldón y rareza para la buena gente. Ahora te fuiste
de veras. Y nada te podrá devolver a la tierra.
Esta noche, Pajarillo no dormirá, de puro miedo. Oirá tu voz bronca, tu
risa depravada, apagando los murmullos del Padrenuestro. En algún sitio,
llorará su noche sin Angola. Su noche sin mulata. Esperará de balde tus
espaldas de cobre y tus nalgas espumosas. Soñará despierto, en su refugio,
pero no podrán devolverle lo que le quitaron. Cuatro patrullas lo buscan
por los cuatro confines. Llevan perros y linternas y fusiles cargados de
proyectiles, pero no saben su cara ni su rastro.
Pajarillo, pobre arriero. Mezcla de indio y gitano. Movimientos ladinos.
Pasos de gallineta. Picotazo va, picotazo viene. Reacio al trabajo y a
responsabilidades a largo plazo, pero fino y gaucho con las mujeres.
Conocedor de palabras de miel y gentilezas apropiadas. Vida paqueta, sin
compromisos ni quebrantos. Noches desperdigadas en tormentosos retrucos y
quilombos baratos, en la Villa Rica de extramuros.
Angola, mujer loca, cubo de aguardiente. Ceremonias de iniciación en los
yuyales del arroyo Bobo. Gritos apasionados, fatigando siestas, a
horcajadas de muchachones que acuden de los barrios más lejanos. Vienen de
Perulero, de Lopeñú, de Karovení, de Santa Librada, de Yvaroty, de
Pisadera. Huelen aún a mosto de trapiche de quebracho o a caña barata. Por
lo menos, es lo que todos dicen. Lo que repiten de oreja a oreja, con
maligno placer. Lo que le contaron, como no queriendo, al pobre Pajarillo,
para envenenarle la sangre y abrumar sus noches con pesadillas.
Pobre Pajarillo. Ya no habrá cintarazos sobre el cuerpo de alquitrán. Ni
billetes fáciles para el gasto de los sábados. Billetes ganados por el
trabajo de la hembra. Se acabó la vida regalada de hamaca pendular y tereré
con hielo. Un ataúd de poco precio le separa del almuerzo gratuito y las
camisas almidonadas con amor. Y estira los recuerdos desde el fondo. Desde
la tierra que sepultará el cuerpo amado y que guarda la memoria de sus
pasos. Hay que remontarse hacia atrás, muchos años en el tiempo, para
encontrar la raíz de esta historia.
Cosa de repetirse. Secreto de voz a voz, de risa a risa. Nadie vio la
escena, pero todos la repiten con precisión de notarios. Ya se sabe que
fueron los soldados de la Alianza que ocuparon Villa Rica. La piel blanca
de la niña Juana embetunándose entre uniformes verdes y blancos. Se agita
apenas, clavando los ojos al cielo. Una boca diestra acalla con un beso
robado el último gemido de protesta. Sobre la piel negra, enfundada en
verde, ríe una dentadura blanca como un teclado de piano.
Aquí las cosas son oscuras. Solamente trascienden los detalles obvios de la
violación. Lo demás es completado por la imaginación o la malignidad de los
vecinos. Esto ocurre después de 1870, en un país calcinado hasta las raíces
por la guerra. Pero por Villa Rica no llegó a pasar el vendaval de
combates, hambre y miseria que destrozó al resto del Paraguay. La guerra
fue un estrépito lejano hasta el día en que llegó un destacamento brasileño
a ocupar la ciudad. No hubo resistencia. Apenas miradas curiosas a los
jinetes que descabalgaron ordenadamente a pocos pasos de la Catedral.
Pocos sonidos concretos llegaban del frente de batalla. Sólo el lúgubre
toque de difuntos y el estallido de los sollozos ante la lectura de la
lista de fallecidos. Por eso, el ultraje a la niña Juana fue seguido de un
arduo y repasado comentario. Cuando el suceso comenzaba a ser olvidado,
nació una niña. El color de su piel fue la confirmación: era el fruto de
aquel episodio.
Secreto de voz a voz, de risa a risa. La niña Juana, con una hija negra. Ni
invención ni maledicencia. Que no haya dudas: la madre, blanca como la
leche; la hija, negra como los malos sueños, como las noches de invierno,
como el Viento Sur que desata de tormentas.
Pobre niña Juana. Murió una noche de aguaceros y de alaridos de parto.
Dicen que la mató la pena al ver la piel de lo que había arrojado al mundo.
Al irse, borró su vergüenza. Pero dejó a su hija el signo fatídico de la
mala suerte. La señal del enojo del cielo. Poco después terminó la
ocupación y se levantó el campamento brasileño.
La niña creció, casi escondida de las miradas de los vecinos. Pecado,
maldición divina que debía esconderse. Nadie recuerda su nombre ni sus
señas. Tal vez también se llamó Juana, como su madre. Del padre, nadie supo
más. Dicen que murió pocos años después, cerca de Villeta, en la revolución
de los liberales.
Ella anduvo de tumbo en tumbo, hasta que un día desapareció, dicen que en
la grupa del montado de un arriero. Volvió al año a la casa materna para
implorar disculpas y la bendición. A ella y a una niña, resultado del fugaz
amancebamiento. Hija natural, Angola no tiene del padre nombre ni memoria.
No la quiso reconocer y le mezquinó el apellido. Lo derrotó el aire de
complicidad de la comadrona que le puso entre los brazos un bulto oscuro
que berreaba con fiereza. No pudo soportarlo y huyó. La madre quedó en el
hospital de Caridad de Asunción, sangrante y dolorida. No tuvo más remedio
que desandar el camino.
El hogar primigenio le abrió las puertas, pero con frialdad y desconfianza.
Somos, en parte, de la misma sangre. Pero en la tuya hay una mitad manchada
por el pecado. Ya nadie puede remediarlo. La madre, aturdida y tierna, pasa
a ocupar un lugar secundario en el fondo de la casa. En el lugar destinado
a criadas y sirvientas. Con ella, una Angola pequeña y hambrienta, que se
pasa la vida lloriqueando.
Angola se afirma sobre la tierra en un mundo cerrado y puntilloso,
guarnecido por una puerta cancel. Sobre la superficie del cristal, un
anagrama se retuerce como una víbora. Los hondos espejos se encarnizan con
ella. Su bruñido lenguaje trabaja la teoría de que el mundo está dividido
en tenaces jerarquías. Profundos abismos separan a unas de otras. Los
habitantes del último peldaño tienen señalado un aciago destino. Se les
reserva el rumbo perseguido del traidor o del ladrón de gallinas.
Angola, excluida de la mesa familiar, aprende cavilosa esta indeclinable
pedagogía. Aprende muy pronto el precio de aquel antiguo entrevero que
marcó a su abuela y a su madre. Aunque sepa muy poco del asunto, salvo
pocas suposiciones inconfirmadas.
Ojos vigilantes de tías desconfiadas. Miradas que espían detrás de los
horcones, desde el agujero del tatakuá, sobre el brocal del aljibe. Esperan
lo que está escrito, lo que nadie puede evitar. Lo que está anotado desde
el comienzo de los siglos. Lo que está marcado en su planeta. Sólo hay que
tener paciencia. Hay más placer que curiosidad en esta insomne guardia.
Sorpresa y gritos de alerta. Voz de extrañeza corriendo en la escuela, de
banco en banco. Niña motuda, hija del demonio. No hay cielo para ti. Ni
expiación ni esperanza. De balde le rezas a la Virgen. En tu sangre se
agazapan voces de Guinea, cantos de Dahomey.
Angola recibiendo azotes. ¿No la ven? No usa calzón bajo la pollera. Lo
hace a propósito. Para ofender a Dios y cargarnos de vergüenza. Pero a lo
mejor no tiene la culpa. El pecado de madre y abuela fue muy grande: no se
lava con cuatro misas. Mujer perdida, carne de Lucifer. ¿Qué habremos
hecho, Dios mío, para recibir semejante castigo?
Angola llorando en los rincones de la casa. Arde la piel en los sitios
marcados con los golpes del tejuruguái. Tuvieron que sujetarte entre dos
para darte la tunda merecida. De veras estás perdida. No vienen a
auxiliarte los ídolos remotos de Umbanda. No te protegen las palabras
escritas en la arena con sangre de cabritos degollados.
Para Dios no hay color de piel, dicen. Ni estatura, ni enfermedad. Ni
mantones de Manila, ni vestidos de arpillera, ni sábanas de Holanda. No
prestes atención a lo que te dicen. Ponle candados a tus oídos. Olvida
todas esas zonceras. No penes por la gente mala, que le reza a Cristo y le
crucifica cada día. Esta voz es amigable y sosegada. Sale de detrás del
paño del confesionario, con olor a tabaco y mate amargo.
La mulata escucha requiebros callejeros. El vestido de niña apenas puede
detener a la mujer que crece debajo. Las palabras suenan cada vez más
cercanas. Finalmente llegan a la ventana, transitadas por nocturnas
serenatas. Las manos atraviesan los barrotes de madera y tratan de
enredarse en las formas tensas. Angola sabe esquivarse, riendo misteriosa.
Hay que ser formal. Todo se soluciona con el casamiento. Después se hace lo
que uno quiere.
Nadie sabe quién fue el primero: si Francisco, el que le regalaba cántaros
de barro; o Enrique, que le traía sandías de Perulero; o Miguel, que le
hizo un relicario con hojas de palma, una Semana Santa. Lo cierto es que
una vez volvió de la escuela, seria y desgarrada. La tía naufragó en
llantos y maldiciones. Negra del demonio. ¿No puedes dejar pasar de largo
una bragueta? Lo supe desde que nació: lo lleva en la sangre. Lo mismo que
madre y abuela.
¿Por qué yo? ¿Soy acaso la dueña de todas las culpas? ¿Y mi prima
Francisca, que va a la cama con un casado? ¿Y la tía Marta, que fue montada
en una caballeriza? ¿Y la beata Luisa, a quien quemaron la piel con fuego,
mientras le quitaban la ropa, en la noche de San Juan? ¿Y Beatriz, que no
sabe quién es el padre de su hijo?
No eches la culpa a otros, mulata sin Dios. No hables de historias sin
fundamento. No trates de alivianar el fardo que llevas sobre los hombros,
si no quieres acabar mal. No repitas los chismes de la calle. Anda con tus
groserías a otra parte. Vete con tus machos. Busca a tus abuelos entre las
chozas de Kambakuá. Y trata de aprender sus encantamientos, que a lo mejor
te sirven para algo. Allí estarás a gusto, entre tus iguales. Aun cuando
hagan sus cosas y se conviertan en perros las noches de luna llena. Por
suerte ese lugar está muy lejos de Villa Rica, lugar pintado para gente
paqueta y bien nacida.
Angola, piel lustrosa, olor a romero y agua florida. Busca su casa remota,
sus orígenes africanos. Busca su trópico repleto de tarántulas nocturnas y
flores carnívoras. Ya no hay guardapolvos blancos ni misas tempranas en la
Catedral. Angola en busca de su bongó, de su tumbadora. Esta vez deja la
casa familiar para no volver.
Mulata fea, sirvienta en casa de buena familia. Cerquita nomás, a pocas
cuadras de su casa. Comiendo las sobras y recibiendo continuas
advertencias: cierra bien las puertas y ventanas; báñate todos los días con
jabón de coco; no olvides pasar el plumero sobre los muebles de cedro, ni
las hojas de pacholí dentro de la ropa recién planchada. Sus parientes no
la saludan cuando se cruzan en la calle. Los domingos, a escondidas, se
encuentra con su madre.
¿Qué pretenderá esta mujer, con sus aires de reina de Inglaterra? ¿Quién no
la conoce? ¿Creerá que debemos obsequiarle una carroza con postillones y
cascabeles? ¿Querrá cambiar su catre de cuero entramado por nuestro colchón
de plumas y nuestras sábanas bordadas? ¿Qué se ha creído esta negra, con su
catinga de monte y su facha de banda? Con esa piel y esa manera de moverse.
Cosa de susto.
Mulata de sueños cortos y movimientos agitados. Una sábana subida hasta el
cuello la acoraza contra los mosquitos. La puerta entreabierta pone un
marco oscuro a una luna enorme. Noche caliente, poblada de zumbidos y
pesadillas. Pasos cautelosos sobre el piso de ladrillos. Mulata, cállate.
No digas nada. Déjame un lugar a tu lado. Hace tiempo que pierdo el sueño
viendo tus piernas bien formadas, oyendo el agua resbalar sobre tu cuerpo
cuando te bañas, riendo con el rebote de tu risa en las paredes.
Ojos abiertos como platos. El estupor y el miedo se agolpan entre los
dientes. Cede al fin, adormecida por las palabras, sofocada por la fuerza.
El lecho se estremece como un barco atrapado en una borrasca. Desfilan en
la oscuridad casamientos populosos, latines consagratorios, una misa
cantada y los artículos pertinentes del Código Civil.
Es para pensarlo dos veces. Misterio de no revelarse. ¿Qué se creerá esta
negra, erguida como una estaca? ¿Qué tendrá entre manos que todo el día
almidona sus vestidos y se baña en agua de rosas? ¿Por qué dirá cosas que
sólo ella entiende, cuando lava los platos de la cocina? ¿Por qué canturrea
bajito y ensaya pasos de baile cuando se cree sola en la sala?
Negra puerca. Raza maldita. ¿Qué te hemos hecho de malo? ¿En qué te
faltamos? ¿Qué le hiciste a mi hijo? Se puso flaco y ojeroso. Los
pantalones le quedan flojos. Las camisas le bailan sobre las costillas. No
va más al colegio y se despierta muy tarde. Vete de aquí y no nos
facilites, si no quieres que te lo hagamos pagar muy caro. Puede ser que en
el Buen Pastor te bajen los humos, entre barrotes y carceleras.
Angola, rabia masticada, ladrando imprecaciones, llega a Asunción en vagón
de segunda clase, el espinazo maltratado por el asiento de madera. Sobre la
cabeza, cuelgan lonjas de tocino y ristras de botifarras, con movimientos
pendulares. Bajo los pies de los pasajeros, aves de corral cacarean
desesperadas. En el bamboleante pasillo, un inspector de gorra azul perfora
boletos. Alguien mordisquea una pata de gallina que extrae de un canasto de
mimbre. Angola lo mira con hambre.
Asunción te abre sus calles ruidosas, su antiguo perfil de casas achatadas
y ladrillos rojos, de tejados mohosos. En cualquier esquina puedes
engatusar a los hombres con tus pasos ondulantes. Angola delira de amor con
soldaditos verdes, en el Jardín Botánico. Compra remedios caseros en
Lambaré y apuesta a los gallos en San Lorenzo. En la plaza Uruguaya posa
ante un fotógrafo que se esconde como un delincuente, la cabeza metida en
una bolsa negra. Después la ciega un relámpago de magnesio. A su lado,
tomándola de la mano, un caballero paquete, bastón con mango de plata,
gemelos de oro y sombrero Panamá. En Zavalakué, una gitana lee en la mano
izquierda la señal infalible de la prosperidad y el amor de un militar de
sable corvo y bigotes recios.
Angola atrapada en la revolución, en su rancho de Kurekuá. Bajo la cama, un
hombre traga su miedo y no se atreve a respirar. Lo buscan ansiosos
fusiles, con cintas rojas en las trompetillas. La habitación es revisada de
punta a punta sin que nadie advierta la nerviosa sombra paralizada en el
suelo. Angola sabe despedir a los soldados con promesas. Bajo sus faldas no
cabe el miedo. Y hay lugar para esconder a un hombre bien querido, aunque
lo busquen para matarlo.
Los últimos disparos se apagan a pocos metros de su casa. El hombre
desaparece después entre las casuchas de Varadero. Se escurre sonriente
entre las patrullas que hierven en la barriada. No le hacen caso. Tal vez
las confunda el furioso pañuelo que lleva anudado al cuello. Rojo, con una
estrella blanca.
Hay años en que el rastro de Angola vuelve a perderse. No hay cartas ni
mensajes. ¿Estará en Emboscada, antiguo pueblo de negros y presidio
colonial contra la incursión del Mbayá? ¿O caminando hacia Caacupé, para
cumplir alguna promesa a la Virgen? ¿O se habrá ido a Buenos Aires, a
trabajar de mucama con cofia blanca y plumero de ñandú?
¿Será equivocación o coincidencia? ¿No es Angola la que baila con rabia en
la pista de la Seccional? No. Pero sí. Son las mismas nalgas. Son sus
pechos tremebundos. Son sus pasos de candombe. Está bailando una polca de
diente a diente. De oreja a oreja. Negra tormentosa. Fiebre de no terminar
jamás. ¿De dónde sacaste ese perfume que te envuelve como una nube? ¿De
dónde esa cartera de charol que cuelga desafiante de tu brazo?
Angola vuelve a Villa Rica, esta vez con aire ciudadano. Pronuncia las
elles al estilo porteño. El cuello, ceñido por un collar de perlas falsas;
en los brazos tintinean gruesas pulseras doradas. Y hasta se ha conseguido
un hombre. ¿No conocen ustedes a Pajarillo? Mezcla de indio y gitano, le
dicen. Cabellos aceitosos y manos enormes. Amigo del billar, de las
carreras de caballos en cancha corta y de las camisas blancas. Las cejas
unidas sobre la nariz, mefistofélicamente. Moreno, flaco y retacón. Un
figurín para los trajes que le compra su mujer.
Pajarillo, fuente de amor. Insolvente y haragán. No hubo curas ni alianzas
de oro. Ni armonios ni lluvia de arroz. Sólo un pacto silencioso ratificado
en noches interminables. La felicidad se posa, como una suave paloma, sobre
el rancho de Lomas Valentinas. Será cosa de la suerte. La habrá traído el
dedo del angelito, talismán poderoso que Angola guarda en una caja forrada
con raso. Fue cortado de un solo tajo de cortaplumas durante un velorio de
ataúd blanco y cantores de voz nasal.
Angola crece en dignidad, con vestidos elegantes que decoran sus caderas.
En el cuello y en las manos se multiplican las joyas de fantasía. Compra un
reloj despertador y una radio a transistores. Se ha vuelto contrabandista.
Va y viene de ribera a ribera, con diligencia y sigilo. Serpentea entre
vistas de aduana y mozos de cordel. Ofrece coimas, sonrisas y vagas
promesas de amor. Tráfico incesante y mercachifles veloces. Picardías de
turco y celeridad de judío. De Posadas y Foz de Yguazú vuelve siempre con
la bolsa llena. Y el infaltable presente para su amado, envuelto en papel
de celofán y cintas de colores.
A medida que crece la fortuna, se multiplican los chismes. Angola, con las
espaldas marcadas por cintarazos, triplica su devoción por Pajarillo. Pero
las lenguas son veloces y repiten historias terribles. Pajarillo suda con
el caliente viento Norte. Lo enceguecen el odio y los celos. Lo abruma la
desconfianza que sembraron en su corazón, como un virus siniestro. Durante
los viajes a la frontera, la lejanía y la nostalgia alimentan la
imaginación y fortalecen los rumores.
Los palos se repiten con puntualidad. Pajarillo se vuelve más violento cada
retorno de un viaje de negocios. Angola sólo sabe gemir y mirarlo con los
ojos cegados por el llanto. Pajarillo comienza a afilar su cuchillo.
Acaricia el yva pará, hoja de acero, de punta y un solo filo; mezquina en
sangría pero de chusco mango colorido. Lo llama la tibieza del vientre de
carbón, el pecho oloroso, el perfume de la hembra.
Ahora te has muerto, Angola. Tu risa se cortó de tardecita, cuando hervía
el verano de febrero. Pajarillo, abrazándote enloquecido, pudo clavarte
ocho veces. Huyó luego, despavorido, con los oídos lacerados por tus gritos
de muerte. Con los ojos fijos en tu rostro deformado por el terror, en tu
boca escupiendo sangre.
Lo andará persiguiendo una comisión. Tratará de cortarle la ruta al Brasil,
el itinerario de los contrabandistas. Pobre iluso. Creerá poder esquivar a
la Policía, que tiene un espía en cada rincón y un máuser en cada cruce de
caminos.
Angola, enfriándose en un cajón barato, de madera sin lustrar. Alguien
recorre con voz neutra los quince misterios del rosario. Bajo el ataúd, un
vaso de agua para saciar tu sed acumulada. Esta vez nada detendrá tu
camino. Ya no habrá iglesias repletas de santos taciturnos. Ni
peregrinaciones con las alojeras hasta la capilla del Niño de Praga. Ni
oraciones a San Antonio por el amor de Pajarillo. Ni camisones blancos,
lavados con jabón de coco y agua de manantial, para las noches de amor. El
dedo del angelito se pudre entre bolitas de naftalina en el fondo de un
baúl. Alguna tumbadora estará iniciándote piel adentro, Angola adentro.
KAMBÁ RA'ANGÁ
La capa es colorada y latiguean sobre la tela leves estrellas amarillas y una creciente luna. Envuelta en rojo camina, derecha y muda, Mercedes Barquinero. Alta la caperuza, como bonete de inquisidor o toca de bruja. Bajo la máscara, la mirada febril, llameantes los ojos azules. Blanca la piel y suaves los gestos. El andar pausado, como de tigre viejo, de perezosas cadencias. Seda y sombra en los presentidos recodos, fragantes y tibios bajo la indumentaria.
El ardid es simple y osado. La arriesgada engañifa fue elaborada, con laboriosa pericia, por la comadre Catalina. Confidente y alcahueta, diestra en brebajes para el ojeo; de buscados pronósticos sibilinos con la artera baraja española. Antigua sapiencia en menesteres de hechicería, maleficios de bruja, copiosa farmacopea de yuyos y talismanes. Diligencia ratonil al servicio de quien pague mejor.
Hubo que esperar, con agotadora paciencia, esta ocasión irrenunciable: la fiesta del Kambá Ra'angá, el homenaje al día de la Inmaculada, celebración popular de obligado disfraz y trajinada bulla. En el valle del Kuruñai, mosaico de traicioneros esterales, bruscos caseríos y lentas llanuras ganaderas, el aniversario ocupa toda una jornada. Esta vez, la parte profana tendrá su centro en la estancia Mitá Porã, del poderoso don Tomás Orrego. Es él quien correrá con todos los gastos y hará méritos ante la Patrona de la comarca.
Todo está dispuesto para el momento elegido. Varios hechos lo preceden y conducen las pisadas de Mercedes: la decadencia de su esposo, Antenor Torales, cuya virilidad se ha ido apagando lentamente hasta reducirse a una nostálgica memoria de tiempos mejores; los años de entibiar inútilmente la pesada cama matrimonial con cabeceras de bronce y colchón de plumas; el estallido de los treinta años, con la abundosa distribución de las carnes y el furioso hervor de los sentidos; las idas y venidas de la comadre Catalina con los mensajes de amor de Jacinto López, moreno y lucido, veinticinco años de armoniosa musculatura y una comentada fama de macho infalible y voraz.
Un cuarto de siglo separa a ambos esposos. Nadería e intrascendencia cuando la distancia se abre entre los 45 y los 20; abismo traidor y pernicioso entre los 60 y los 35. Los rescoldos cenicientos, avaros en chispas de negada combustión, contrastan cruelmente con el ondular restallante de una firme fogata.
Antenor, que está llegando, no adivina la red de complicidades que lo está cercando. No percibe los signos ominosos que se están juntando inexorablemente bajo sus narices. La portezuela del automóvil se cierra con un suave chasquido y él sigue a su esposa. El caminar vacilante, los ojosborroneados por una manifiesta senilidad. Del brazo de Mercedes se dirige, por una breve avenida de eucaliptos, hacia la amplia casona instalada en el centro de la estancia. Sólida fábrica de material cocido erguida sobre una joroba inusual en la pradera, casi escondida por el eucaliptal. Construcción de dos plantas, exclusiva de la gente de mayor fortuna. Abajo, cómodos salones y vastos depósitos; arriba, los vedados dormitorios y una larga balconada de balaustres.
El ritual profano está por comenzar. El propio don Tomás recibe cortésmente a los invitados. Ubica a la pareja con los demás, en torno de una larga mesa, bajo una tupida enredadera de jazmines y santarritas. Antenor se instala junto a los hombres, saludando desganadamente a derecha e izquierda. Mercedes llega al grupo de las mujeres, donde Catalina se incorpora para recibirla con un alborotado abrazo.
Crece la noche sobre las vagas islerías de Kurunal, cabalga sobre los potreros de Cangó y llega, a paso de carreta, a la estancia de don Tomás. Obedientes peones cuelgan de unos árboles pendulares lámparas de gas. Los colores se afantasman bajo la luz de cambiante intensidad.
Denso vaho de chumusquina hiere a los comensales con cada ráfaga de viento. Una hoguera de estiércol circular ahuyenta a los mosquitos. Crepita la leña en un foso llameante, flanqueado de estacas clavadas en gruesos costillares vacunos. Chisporrotea la grasa que cae sobre el fuego. Revientan los petardos y una banda de música llena el aire con una polca estrepitosa.
Ya están encendidos los montones de paja seca. Comienza la rúa de los "jugadores" con las antorchas. Hay gritos, carreras y carcajadas. Las llamas buscan los pies de quienes se acercan demasiado. Chuscos y atrevidos, ingresan quienes postulan ser negros: los kambá ra'angá. Vienen enfundados en capas oscuras, el rostro cubierto por una impenetrable máscara. Embisten contra las fogatas y tratan de apagarlas con golpes de capa o con exagerados pisotones.
Llegan los guaikurú con el rostro pintado, y redoblan el ataque contra el fuego, en medio de un infernal griterío. Vuelan al aire bolsas de papel y al romperse dejan caer una lluvia de cenizas. Las risotadas y las corridas cubren el amplio patio en cuyo costado los invitados de categoría, la gente de pro, comen y beben descomedidamente.
Los graves gestos de los disfrazados repiten, sin que ellos lo sepan, borrosos sucedidos coloniales. Pendencias remotas con el fluvial payaguá, de silenciosos desplazamientos, capaz de segar una cabeza con un solo golpe de quijada de piraña. O con el indomable guaikurú, indio de hábitos irascibles, coleccionador de cabelleras, que abomina del guaraní, manso comedor de maíz. Sobre su caballada de guerra, sabe caer como un rayo sobre los rancheríos criollos para arrebatar las mujeres de piel blanca, el ganado y el codiciado fierro.
En cada fiesta del Kambá Ra'angá una burda pantomima propone una caricatura de aquellas jornadas de fuego y sangre; grises y olvidadas malquerencias entre feroces guaikurú, esclavos negros arreados al combate y harapientos soldados de su lejana y graciosa Majestad, el Rey de España. Choque de naciones cuyo motivo oficial es la piedad que predican raídos sacerdotes que mascullan oraciones para atraer la luz divina sobre la indómita indiada; o, más verosímilmente, a causa de una voraz disputa por la tierra y sus apetecibles frutos.
Mercedes pudo persuadir a su marido que ella también debía disfrazarse. Para quedar bien con el dueño de casa, seguro. Un gesto de cortesía, nada más. Un cumplido con la gente, pura amabilidad. Antenor farfulla indeciso ante la insistencia de su esposa, pero concluye por declinar remilgos y melindres. Se coloca sobre la cabeza una corona de cartón, con pegotes de brillante papel celeste, y decide sumarse a la populosa reunión.
Veinte años tenía Mercedes cuando fue conducida al tálamo, abrumada por la curiosidad, turbada por el miedo. Veinte años cuando fue desflorada, con exquisiteces de virtuoso, por un maduro Antenor, en una noche inacabable. La docta pedagogía la llevó a las cumbres del delirio, ya demorándola con templadas caricias, ya afectando una atolondrada brusquedad para precipitarla después a un abismo de vértigo y relámpagos.
Pero una cosa es probar las mieles del amor y explorar sus deliciosas posibilidades, y otra muy distinta sobrellevar airosamente la rutina matrimonial con sus cotidianas e inagotables exigencias. Pronto vino la declinación del vigor inicial, el aquietamiento de la sangre. Adormecido por el paso de los años, trabajado quizá por deplorables excesos de juventud que consumieron prematuramente sus energías, Antenor disminuyó ostensiblemente el ritmo inicial.
Al comienzo, intentó hacer frente al desafío, imponiendo una severa distribución del amor en dosis homeopáticas. Implantó un escalonado calendario regido por la religión, rica en fiestas de guardar y en píos aniversarios de negado sexo. Luego acudió infructuosamente al aporte de medicinas de celebradas virtudes milagrosas pero de dudoso efecto. No pudo hacer nada la reiterada infusión del katú avá, arbusto oscuro y rugoso que encargaba a los brujos indios del Amambay.
Su fortuna, construida por el solvente menester ganadero, no evitó el fatigoso descenso, el paulatino enfriamiento de los huesos, la resignada senectud. La morigeración en el amor fue el obligado tributo que tuvo que pagar. Hoy, nada le devuelve el ardor perdido. Ni los ladrillos puestos sobre el brasero, durante horas, le calientan los pies; ni la piel tibia de Mercedes, dorada y estremecida bajo las cobijas.
La risa de Mercedes comenzó a sonar a hueco en los corredores de la casa. La mirada se demoró muchas veces en el horizonte lejano, enrojecido por el deshabitado crepúsculo. Su humor acusó cambios arbitrarios e inexplicables, oscilando entre repentinas carcajadas en la oscuridad y arrastradas languideces. Escenas desorbitadas invadieron sus sueños, que se poblaron de amantes corriéndose desnudos en los bancos de arena del Paraná; chapoteando enloquecidos en esteros espumosos, arrojándose peces y lodo; buscándose a ciegas en la oscuridad de enmarañadas arboledas; apareándose frenéticamente contra cocoteros espinosos y tupidos karaguatás erizados de largas espinas; revolcándose a gritos sobre abrasadores lechos de ortigas y jazmín. A veces los amantes le hablan desde sus furiosos lechos, con un lenguaje precario en palabras pero colmado por broncos gruñidos y agitados gestos y ella no sabe qué decirles.
Delante de Antenor salta un kambá ra'angá con su negrura postiza. Bebe de un trago el vaso de cerveza que ha tomado de la mesa con un manotazo. La voz del enmascarado se aflauta chillonamente, para desfigurar su identidad. Levanta al cielo sus índices, paralelos a las sienes; el procaz símbolo de los cuernos, la señal de la traición. Todos ríen, festejando la broma. El kambá ra'angá se desparrama en morisquetas inentendibles, en piruetas disparatadas.
Al lado de Antenor, los principales de la comarca disfrutan de la escena. Gato Moro ensaya una sonrisa en su rostro seco y chupado, salpicado de cicatrices de viruela. Giménez kyrá se agita en una carcajada desbordante, que concluye en espasmódicos tartajeos; su abultado abdomen, apenas contenido por el cinto, parece a punto de caer al suelo. López buey rová, con su aplanado rostro vacuno, bebe acompasadamente. Martínez py guasú alza su larga nariz de cigüeña y suelta cortas e intermitentes risotadas, como ráfagas de un arma automática.
Pesadas zalamerías acosan a Antenor. Las mascaritas lo saludan por turno, al pasar, con afectada solemnidad. Lo atiborran con bocaditos que le meten en la boca, casi a la fuerza. Renuevan continuamente la cerveza de su vaso sin darle tiempo a que pierda su amargo frío. Antenor cabecea, dejando hacer, y sólo sabe sonreír.
Al fondo, la comadre Catalina cuchichea con Mercedes. Su trampa está a punto de cerrarse. Cloquea nerviosamente y se multiplica en atenciones. Su obra será coronada por el éxito, luego de laberínticos tejemanejes. En campo fértil creció impetuosa la semilla de la tentación. Sugiriendo con sus silencios, persuadiendo con las palabras, Catalina abatió las últimas defensas. Explotó concienzudamente la alerta vigilia de Mercedes, excitando su imaginación con calcinados relatos y por fin, ante los maravillados ojos verdes, dejó caer sobre la mesa el prodigio de una sota de bastos que anunció la llegada inminente de un varón entero, de vigor inextinguible; ardiente como una brasa, cariñoso como un niño. La descripción, dichosa y exaltada, se aproximaba sospechosamente a este Jacinto López que ya está en la fiesta y pasea un aire de templada indiferencia.
Aumentan los murmullos de los invitados. Irrumpe en el patio el toro candil con los cuernos encendidos. Amaga una embestida hacia las mesas, levantando una nube de polvo. Hay un simulado horror en el griterío de las mujeres y una bulliciosa dispersión. Los jugadores que defienden el fuego son arrojados, con sus disminuidas antorchas, hacia el negro eucaliptal. Los kambá ra'angá se reagrupan en un rincón para organizar el ataque decisivo. Los guaikurú se arraciman, confundidos y expectantes.
En la confusión, Mercedes y la comadre Catalina se escurren detrás de la casona. Allí abre su boca, lúgubre y silencioso, un enorme galpón, depósito de herramientas y fardos de alfalfa. La calma se restablece minutos después. Antenor se tranquiliza al ver a Mercedes nuevamente sentada, haciéndole una señal amistosa con la mano. No puede imaginar lo que cuchichea con Catalina, bajo su máscara de seda. La luz parpadea en la luna de lentejuelas y ondula suavemente en las breves estrellas de la capa. Las demás mujeres también vuelven a sus asientos. La Reina, gruesa, de alocada risa. La Princesa, magra y erguida, bajo su coronita de cartón. La Bruja, sosteniéndose tambaleante sobre su escoba.
No sabe Antenor que Mercedes y Catalina entraron al galpón. Que allí Mercedes entregó apresuradamente capa, máscara y caperuza a otra mujer, pieza vital de la conspiración. Que Catalina y la nueva cómplice están nuevamente en sus sitios, bajo la enramada. Que Mercedes, luego de cerrar por dentro la puerta, avanza a tientas, tropezándose con los fardos de alfalfa.
El toro candil corre torpemente en el patio. Bajo la armazón de piel, dos hombres bufan y sudan. Antenor sigue sonriendo, acorralado por la conversación de sus compañeros de mesa. Ante él desfilan los kambá ra'ngá. Ojos burlones bajo las capuchas; risitas en falsete y chillidos destemplados. En un rincón, un dúo de voz gangosa armoniza malamente una canción que habla de amores frustrados y largas nostalgias. El cerrado perfume del jazmín de Chile se confunde con la humareda del estiércol y el hedor de la grasa quemada.
Dentro del galpón, el pesado olor de la alfalfa vuelve más densa la oscuridad. Los ojos de Mercedes no pueden ver nada. Sus brazos se extienden, midiendo el espacio negro. Un susurro -la voz de Jacinto- la orienta en la oscuridad. Pronto, Jacinto es sólo un par de manos que la aprietan y recorren con pausada sapiencia. No hay mucho tiempo para preguntas ni coloquios. Pocos y expertos toques la despojan de lo que le resta de indumentaria. Después, los vertiginosos movimientos, el retumbar de las sienes, el prolongado suspiro de agonía.
El hombre se levanta, jadeante. Agotado, camina vacilante. Leves los pasos sobre la alfalfa. Segundos después está de vuelta. Esta vez se complace en caricias más concienzudas. El delirio vuelve, con sus convulsiones incontrolables, con estrellas que estallan en el cerebro y marcan el espinazo con un torrente de fuego.
Hay otra interrupción. Exhausta, Mercedes se desparrama sobre la alfalfa, los músculos adormecidos. El hombre retorna. Ahora, urgente y bestial, con flamante fortaleza. Ella quiere decir algo y un beso le cierra la boca. No tiene tiempo de cavilar sobre el redoblado placer que la clava en su sitio cuando retorna el acoso, tras corto intervalo. Esta vez, con ternura y gentileza.
Se reiteran los pasos sobre el piso. Ahora, la brutalidad. Los mordiscos se clavan en el hombro con furia. Los pasos son de nuevo suaves y descalzos. Esta vez, Mercedes ya sabe que el repetido relámpago no se debe solamente a Jacinto. Que Jacinto es cada uno de los que se turnaron sobre ella y de los que todavía aguardan su lugar, nerviosamente, en alguna esquina del galpón. Como ciegos lagartos, arrastrándose tensos y sigilosos hasta el altar del sacrificio.
Afuera, el toro candil dispersa a los últimos jugadores, remedos desabridos de los soldados de la conquista española. Los kambá ra'angá lograron apagar el fuego, reduciendo a cenizas los mazos de paja seca de la rúa. Antenor cabecea, soñoliento. Mira a Mercedes y trata de adivinar la plática bajo la máscara roja. Tomás Orrego, circunspecto, palmotea desganadamente el monótono ritmo de una polca. Dentro del galpón, Mercedes cierra los ojos y gime. Clava las uñas en la espalda de su nuevo compañero y trata de sumar mentalmente, sin lograrlo, el número de sus asaltantes.