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martes, 1 de octubre de 2019

ANGOLA Y OTROS CUENTOS DEL FOLCLORE PARAGUAYO


ANGOLA Y OTROS CUENTOS DE HELIO VERA

Reseña

Con su aparición, en 1984, el libro Angola y otros cuentos marcó un camino relevante, razón por la que ha sido incorporado al corpus de obras fundamentales de la literatura contemporánea del Paraguay. La crítica lo recibió, unánimamente, como una voz genuinamente paraguaya, y ha celebrado el dominio de la técnica narrativa del autor en un género tan riguroso como éste. Piezas de estas páginas pasaron a formar parte de todas las antologías de la narrativa paraguaya publicadas desde entonces.
Un tramo de Angola y de Kamba Ra Angá dejamos en este artículo y al final el link de descarga del libro.


 ANGOLA

Angola, negra motuda, piel de carbón. Miriñaques acampanados y bombachas coloradas. Se acabó tu vida sin macumba. Sin bongó, sin tumbadora, sin candombe. Sin velas cercadas por cigarros de hoja y vasos de caña blanca. Sin sacrificios de gallos a medianoche. Sin papeles sucios, repletos de garabatos cabalísticos. Envuelta en sudario blanco, te esperan las nubes verdosas del Olorum. Un coro de orixás te dará la bienvenida con un canto de triunfo.

Angola, carne de tambor. Negra de dientes blancos y risa puntual. Hija de madre puta y de padre desconocido. Nieta de sementales negros. Acabó tu historia de contrasentidos, tu vida de paradojas. Negra entre blancos, aceite en el vinagre, baldón y rareza para la buena gente. Ahora te fuiste de veras. Y nada te podrá devolver a la tierra.

Esta noche, Pajarillo no dormirá, de puro miedo. Oirá tu voz bronca, tu risa depravada, apagando los murmullos del Padrenuestro. En algún sitio, llorará su noche sin Angola. Su noche sin mulata. Esperará de balde tus espaldas de cobre y tus nalgas espumosas. Soñará despierto, en su refugio, pero no podrán devolverle lo que le quitaron. Cuatro patrullas lo buscan por los cuatro confines. Llevan perros y linternas y fusiles cargados de proyectiles, pero no saben su cara ni su rastro.



Pajarillo, pobre arriero. Mezcla de indio y gitano. Movimientos ladinos. Pasos de gallineta. Picotazo va, picotazo viene. Reacio al trabajo y a responsabilidades a largo plazo, pero fino y gaucho con las mujeres. Conocedor de palabras de miel y gentilezas apropiadas. Vida paqueta, sin compromisos ni quebrantos. Noches desperdigadas en tormentosos retrucos y quilombos baratos, en la Villa Rica de extramuros.

Angola, mujer loca, cubo de aguardiente. Ceremonias de iniciación en los yuyales del arroyo Bobo. Gritos apasionados, fatigando siestas, a horcajadas de muchachones que acuden de los barrios más lejanos. Vienen de Perulero, de Lopeñú, de Karovení, de Santa Librada, de Yvaroty, de Pisadera. Huelen aún a mosto de trapiche de quebracho o a caña barata. Por lo menos, es lo que todos dicen. Lo que repiten de oreja a oreja, con maligno placer. Lo que le contaron, como no queriendo, al pobre Pajarillo, para envenenarle la sangre y abrumar sus noches con pesadillas.

Pobre Pajarillo. Ya no habrá cintarazos sobre el cuerpo de alquitrán. Ni billetes fáciles para el gasto de los sábados. Billetes ganados por el trabajo de la hembra. Se acabó la vida regalada de hamaca pendular y tereré con hielo. Un ataúd de poco precio le separa del almuerzo gratuito y las camisas almidonadas con amor. Y estira los recuerdos desde el fondo. Desde la tierra que sepultará el cuerpo amado y que guarda la memoria de sus pasos. Hay que remontarse hacia atrás, muchos años en el tiempo, para encontrar la raíz de esta historia.



Cosa de repetirse. Secreto de voz a voz, de risa a risa. Nadie vio la escena, pero todos la repiten con precisión de notarios. Ya se sabe que fueron los soldados de la Alianza que ocuparon Villa Rica. La piel blanca de la niña Juana embetunándose entre uniformes verdes y blancos. Se agita apenas, clavando los ojos al cielo. Una boca diestra acalla con un beso robado el último gemido de protesta. Sobre la piel negra, enfundada en verde, ríe una dentadura blanca como un teclado de piano.

Aquí las cosas son oscuras. Solamente trascienden los detalles obvios de la violación. Lo demás es completado por la imaginación o la malignidad de los vecinos. Esto ocurre después de 1870, en un país calcinado hasta las raíces por la guerra. Pero por Villa Rica no llegó a pasar el vendaval de combates, hambre y miseria que destrozó al resto del Paraguay. La guerra fue un estrépito lejano hasta el día en que llegó un destacamento brasileño a ocupar la ciudad. No hubo resistencia. Apenas miradas curiosas a los jinetes que descabalgaron ordenadamente a pocos pasos de la Catedral.

Pocos sonidos concretos llegaban del frente de batalla. Sólo el lúgubre toque de difuntos y el estallido de los sollozos ante la lectura de la lista de fallecidos. Por eso, el ultraje a la niña Juana fue seguido de un arduo y repasado comentario. Cuando el suceso comenzaba a ser olvidado, nació una niña. El color de su piel fue la confirmación: era el fruto de aquel episodio.

Secreto de voz a voz, de risa a risa. La niña Juana, con una hija negra. Ni invención ni maledicencia. Que no haya dudas: la madre, blanca como la leche; la hija, negra como los malos sueños, como las noches de invierno, como el Viento Sur que desata de tormentas.

Pobre niña Juana. Murió una noche de aguaceros y de alaridos de parto. Dicen que la mató la pena al ver la piel de lo que había arrojado al mundo. Al irse, borró su vergüenza. Pero dejó a su hija el signo fatídico de la mala suerte. La señal del enojo del cielo. Poco después terminó la ocupación y se levantó el campamento brasileño.

La niña creció, casi escondida de las miradas de los vecinos. Pecado, maldición divina que debía esconderse. Nadie recuerda su nombre ni sus señas. Tal vez también se llamó Juana, como su madre. Del padre, nadie supo más. Dicen que murió pocos años después, cerca de Villeta, en la revolución de los liberales.

Ella anduvo de tumbo en tumbo, hasta que un día desapareció, dicen que en la grupa del montado de un arriero. Volvió al año a la casa materna para implorar disculpas y la bendición. A ella y a una niña, resultado del fugaz amancebamiento. Hija natural, Angola no tiene del padre nombre ni memoria. No la quiso reconocer y le mezquinó el apellido. Lo derrotó el aire de complicidad de la comadrona que le puso entre los brazos un bulto oscuro que berreaba con fiereza. No pudo soportarlo y huyó. La madre quedó en el hospital de Caridad de Asunción, sangrante y dolorida. No tuvo más remedio que desandar el camino.

El hogar primigenio le abrió las puertas, pero con frialdad y desconfianza. Somos, en parte, de la misma sangre. Pero en la tuya hay una mitad manchada por el pecado. Ya nadie puede remediarlo. La madre, aturdida y tierna, pasa a ocupar un lugar secundario en el fondo de la casa. En el lugar destinado a criadas y sirvientas. Con ella, una Angola pequeña y hambrienta, que se pasa la vida lloriqueando.



Angola se afirma sobre la tierra en un mundo cerrado y puntilloso, guarnecido por una puerta cancel. Sobre la superficie del cristal, un anagrama se retuerce como una víbora. Los hondos espejos se encarnizan con ella. Su bruñido lenguaje trabaja la teoría de que el mundo está dividido en tenaces jerarquías. Profundos abismos separan a unas de otras. Los habitantes del último peldaño tienen señalado un aciago destino. Se les reserva el rumbo perseguido del traidor o del ladrón de gallinas.

Angola, excluida de la mesa familiar, aprende cavilosa esta indeclinable pedagogía. Aprende muy pronto el precio de aquel antiguo entrevero que marcó a su abuela y a su madre. Aunque sepa muy poco del asunto, salvo pocas suposiciones inconfirmadas.

Ojos vigilantes de tías desconfiadas. Miradas que espían detrás de los horcones, desde el agujero del tatakuá, sobre el brocal del aljibe. Esperan lo que está escrito, lo que nadie puede evitar. Lo que está anotado desde el comienzo de los siglos. Lo que está marcado en su planeta. Sólo hay que tener paciencia. Hay más placer que curiosidad en esta insomne guardia.

Sorpresa y gritos de alerta. Voz de extrañeza corriendo en la escuela, de banco en banco. Niña motuda, hija del demonio. No hay cielo para ti. Ni expiación ni esperanza. De balde le rezas a la Virgen. En tu sangre se agazapan voces de Guinea, cantos de Dahomey.

Angola recibiendo azotes. ¿No la ven? No usa calzón bajo la pollera. Lo hace a propósito. Para ofender a Dios y cargarnos de vergüenza. Pero a lo mejor no tiene la culpa. El pecado de madre y abuela fue muy grande: no se lava con cuatro misas. Mujer perdida, carne de Lucifer. ¿Qué habremos hecho, Dios mío, para recibir semejante castigo?

Angola llorando en los rincones de la casa. Arde la piel en los sitios marcados con los golpes del tejuruguái. Tuvieron que sujetarte entre dos para darte la tunda merecida. De veras estás perdida. No vienen a auxiliarte los ídolos remotos de Umbanda. No te protegen las palabras escritas en la arena con sangre de cabritos degollados.

Para Dios no hay color de piel, dicen. Ni estatura, ni enfermedad. Ni mantones de Manila, ni vestidos de arpillera, ni sábanas de Holanda. No prestes atención a lo que te dicen. Ponle candados a tus oídos. Olvida todas esas zonceras. No penes por la gente mala, que le reza a Cristo y le crucifica cada día. Esta voz es amigable y sosegada. Sale de detrás del paño del confesionario, con olor a tabaco y mate amargo.



La mulata escucha requiebros callejeros. El vestido de niña apenas puede detener a la mujer que crece debajo. Las palabras suenan cada vez más cercanas. Finalmente llegan a la ventana, transitadas por nocturnas serenatas. Las manos atraviesan los barrotes de madera y tratan de enredarse en las formas tensas. Angola sabe esquivarse, riendo misteriosa. Hay que ser formal. Todo se soluciona con el casamiento. Después se hace lo que uno quiere.



Nadie sabe quién fue el primero: si Francisco, el que le regalaba cántaros de barro; o Enrique, que le traía sandías de Perulero; o Miguel, que le hizo un relicario con hojas de palma, una Semana Santa. Lo cierto es que una vez volvió de la escuela, seria y desgarrada. La tía naufragó en llantos y maldiciones. Negra del demonio. ¿No puedes dejar pasar de largo una bragueta? Lo supe desde que nació: lo lleva en la sangre. Lo mismo que madre y abuela.

¿Por qué yo? ¿Soy acaso la dueña de todas las culpas? ¿Y mi prima Francisca, que va a la cama con un casado? ¿Y la tía Marta, que fue montada en una caballeriza? ¿Y la beata Luisa, a quien quemaron la piel con fuego, mientras le quitaban la ropa, en la noche de San Juan? ¿Y Beatriz, que no sabe quién es el padre de su hijo?

No eches la culpa a otros, mulata sin Dios. No hables de historias sin fundamento. No trates de alivianar el fardo que llevas sobre los hombros, si no quieres acabar mal. No repitas los chismes de la calle. Anda con tus groserías a otra parte. Vete con tus machos. Busca a tus abuelos entre las chozas de Kambakuá. Y trata de aprender sus encantamientos, que a lo mejor te sirven para algo. Allí estarás a gusto, entre tus iguales. Aun cuando hagan sus cosas y se conviertan en perros las noches de luna llena. Por suerte ese lugar está muy lejos de Villa Rica, lugar pintado para gente paqueta y bien nacida.

Angola, piel lustrosa, olor a romero y agua florida. Busca su casa remota, sus orígenes africanos. Busca su trópico repleto de tarántulas nocturnas y flores carnívoras. Ya no hay guardapolvos blancos ni misas tempranas en la Catedral. Angola en busca de su bongó, de su tumbadora. Esta vez deja la casa familiar para no volver.



Mulata fea, sirvienta en casa de buena familia. Cerquita nomás, a pocas cuadras de su casa. Comiendo las sobras y recibiendo continuas advertencias: cierra bien las puertas y ventanas; báñate todos los días con jabón de coco; no olvides pasar el plumero sobre los muebles de cedro, ni las hojas de pacholí dentro de la ropa recién planchada. Sus parientes no la saludan cuando se cruzan en la calle. Los domingos, a escondidas, se encuentra con su madre.

¿Qué pretenderá esta mujer, con sus aires de reina de Inglaterra? ¿Quién no la conoce? ¿Creerá que debemos obsequiarle una carroza con postillones y cascabeles? ¿Querrá cambiar su catre de cuero entramado por nuestro colchón de plumas y nuestras sábanas bordadas? ¿Qué se ha creído esta negra, con su catinga de monte y su facha de banda? Con esa piel y esa manera de moverse. Cosa de susto.

Mulata de sueños cortos y movimientos agitados. Una sábana subida hasta el cuello la acoraza contra los mosquitos. La puerta entreabierta pone un marco oscuro a una luna enorme. Noche caliente, poblada de zumbidos y pesadillas. Pasos cautelosos sobre el piso de ladrillos. Mulata, cállate. No digas nada. Déjame un lugar a tu lado. Hace tiempo que pierdo el sueño viendo tus piernas bien formadas, oyendo el agua resbalar sobre tu cuerpo cuando te bañas, riendo con el rebote de tu risa en las paredes.

Ojos abiertos como platos. El estupor y el miedo se agolpan entre los dientes. Cede al fin, adormecida por las palabras, sofocada por la fuerza. El lecho se estremece como un barco atrapado en una borrasca. Desfilan en la oscuridad casamientos populosos, latines consagratorios, una misa cantada y los artículos pertinentes del Código Civil.

Es para pensarlo dos veces. Misterio de no revelarse. ¿Qué se creerá esta negra, erguida como una estaca? ¿Qué tendrá entre manos que todo el día almidona sus vestidos y se baña en agua de rosas? ¿Por qué dirá cosas que sólo ella entiende, cuando lava los platos de la cocina? ¿Por qué canturrea bajito y ensaya pasos de baile cuando se cree sola en la sala?

Negra puerca. Raza maldita. ¿Qué te hemos hecho de malo? ¿En qué te faltamos? ¿Qué le hiciste a mi hijo? Se puso flaco y ojeroso. Los pantalones le quedan flojos. Las camisas le bailan sobre las costillas. No va más al colegio y se despierta muy tarde. Vete de aquí y no nos facilites, si no quieres que te lo hagamos pagar muy caro. Puede ser que en el Buen Pastor te bajen los humos, entre barrotes y carceleras.

Angola, rabia masticada, ladrando imprecaciones, llega a Asunción en vagón de segunda clase, el espinazo maltratado por el asiento de madera. Sobre la cabeza, cuelgan lonjas de tocino y ristras de botifarras, con movimientos pendulares. Bajo los pies de los pasajeros, aves de corral cacarean desesperadas. En el bamboleante pasillo, un inspector de gorra azul perfora boletos. Alguien mordisquea una pata de gallina que extrae de un canasto de mimbre. Angola lo mira con hambre.



Asunción te abre sus calles ruidosas, su antiguo perfil de casas achatadas y ladrillos rojos, de tejados mohosos. En cualquier esquina puedes engatusar a los hombres con tus pasos ondulantes. Angola delira de amor con soldaditos verdes, en el Jardín Botánico. Compra remedios caseros en Lambaré y apuesta a los gallos en San Lorenzo. En la plaza Uruguaya posa ante un fotógrafo que se esconde como un delincuente, la cabeza metida en una bolsa negra. Después la ciega un relámpago de magnesio. A su lado, tomándola de la mano, un caballero paquete, bastón con mango de plata, gemelos de oro y sombrero Panamá. En Zavalakué, una gitana lee en la mano izquierda la señal infalible de la prosperidad y el amor de un militar de sable corvo y bigotes recios.

Angola atrapada en la revolución, en su rancho de Kurekuá. Bajo la cama, un hombre traga su miedo y no se atreve a respirar. Lo buscan ansiosos fusiles, con cintas rojas en las trompetillas. La habitación es revisada de punta a punta sin que nadie advierta la nerviosa sombra paralizada en el suelo. Angola sabe despedir a los soldados con promesas. Bajo sus faldas no cabe el miedo. Y hay lugar para esconder a un hombre bien querido, aunque lo busquen para matarlo.

Los últimos disparos se apagan a pocos metros de su casa. El hombre desaparece después entre las casuchas de Varadero. Se escurre sonriente entre las patrullas que hierven en la barriada. No le hacen caso. Tal vez las confunda el furioso pañuelo que lleva anudado al cuello. Rojo, con una estrella blanca.

Hay años en que el rastro de Angola vuelve a perderse. No hay cartas ni mensajes. ¿Estará en Emboscada, antiguo pueblo de negros y presidio colonial contra la incursión del Mbayá? ¿O caminando hacia Caacupé, para cumplir alguna promesa a la Virgen? ¿O se habrá ido a Buenos Aires, a trabajar de mucama con cofia blanca y plumero de ñandú?



¿Será equivocación o coincidencia? ¿No es Angola la que baila con rabia en la pista de la Seccional? No. Pero sí. Son las mismas nalgas. Son sus pechos tremebundos. Son sus pasos de candombe. Está bailando una polca de diente a diente. De oreja a oreja. Negra tormentosa. Fiebre de no terminar jamás. ¿De dónde sacaste ese perfume que te envuelve como una nube? ¿De dónde esa cartera de charol que cuelga desafiante de tu brazo?

Angola vuelve a Villa Rica, esta vez con aire ciudadano. Pronuncia las elles al estilo porteño. El cuello, ceñido por un collar de perlas falsas; en los brazos tintinean gruesas pulseras doradas. Y hasta se ha conseguido un hombre. ¿No conocen ustedes a Pajarillo? Mezcla de indio y gitano, le dicen. Cabellos aceitosos y manos enormes. Amigo del billar, de las carreras de caballos en cancha corta y de las camisas blancas. Las cejas unidas sobre la nariz, mefistofélicamente. Moreno, flaco y retacón. Un figurín para los trajes que le compra su mujer.

Pajarillo, fuente de amor. Insolvente y haragán. No hubo curas ni alianzas de oro. Ni armonios ni lluvia de arroz. Sólo un pacto silencioso ratificado en noches interminables. La felicidad se posa, como una suave paloma, sobre el rancho de Lomas Valentinas. Será cosa de la suerte. La habrá traído el dedo del angelito, talismán poderoso que Angola guarda en una caja forrada con raso. Fue cortado de un solo tajo de cortaplumas durante un velorio de ataúd blanco y cantores de voz nasal.

Angola crece en dignidad, con vestidos elegantes que decoran sus caderas. En el cuello y en las manos se multiplican las joyas de fantasía. Compra un reloj despertador y una radio a transistores. Se ha vuelto contrabandista. Va y viene de ribera a ribera, con diligencia y sigilo. Serpentea entre vistas de aduana y mozos de cordel. Ofrece coimas, sonrisas y vagas promesas de amor. Tráfico incesante y mercachifles veloces. Picardías de turco y celeridad de judío. De Posadas y Foz de Yguazú vuelve siempre con la bolsa llena. Y el infaltable presente para su amado, envuelto en papel de celofán y cintas de colores.

A medida que crece la fortuna, se multiplican los chismes. Angola, con las espaldas marcadas por cintarazos, triplica su devoción por Pajarillo. Pero las lenguas son veloces y repiten historias terribles. Pajarillo suda con el caliente viento Norte. Lo enceguecen el odio y los celos. Lo abruma la desconfianza que sembraron en su corazón, como un virus siniestro. Durante los viajes a la frontera, la lejanía y la nostalgia alimentan la imaginación y fortalecen los rumores.

Los palos se repiten con puntualidad. Pajarillo se vuelve más violento cada retorno de un viaje de negocios. Angola sólo sabe gemir y mirarlo con los ojos cegados por el llanto. Pajarillo comienza a afilar su cuchillo. Acaricia el yva pará, hoja de acero, de punta y un solo filo; mezquina en sangría pero de chusco mango colorido. Lo llama la tibieza del vientre de carbón, el pecho oloroso, el perfume de la hembra.

Ahora te has muerto, Angola. Tu risa se cortó de tardecita, cuando hervía el verano de febrero. Pajarillo, abrazándote enloquecido, pudo clavarte ocho veces. Huyó luego, despavorido, con los oídos lacerados por tus gritos de muerte. Con los ojos fijos en tu rostro deformado por el terror, en tu boca escupiendo sangre.

Lo andará persiguiendo una comisión. Tratará de cortarle la ruta al Brasil, el itinerario de los contrabandistas. Pobre iluso. Creerá poder esquivar a la Policía, que tiene un espía en cada rincón y un máuser en cada cruce de caminos.

Angola, enfriándose en un cajón barato, de madera sin lustrar. Alguien recorre con voz neutra los quince misterios del rosario. Bajo el ataúd, un vaso de agua para saciar tu sed acumulada. Esta vez nada detendrá tu camino. Ya no habrá iglesias repletas de santos taciturnos. Ni peregrinaciones con las alojeras hasta la capilla del Niño de Praga. Ni oraciones a San Antonio por el amor de Pajarillo. Ni camisones blancos, lavados con jabón de coco y agua de manantial, para las noches de amor. El dedo del angelito se pudre entre bolitas de naftalina en el fondo de un baúl. Alguna tumbadora estará iniciándote piel adentro, Angola adentro.



 KAMBÁ RA'ANGÁ

   La capa es colorada y latiguean sobre la tela leves estrellas amarillas y una creciente luna. Envuelta en rojo camina, derecha y muda, Mercedes Barquinero. Alta la caperuza, como bonete de inquisidor o toca de bruja. Bajo la máscara, la mirada febril, llameantes los ojos azules. Blanca la piel y suaves los gestos. El andar pausado, como de tigre viejo, de perezosas cadencias. Seda y sombra en los presentidos recodos, fragantes y tibios bajo la indumentaria.

     El ardid es simple y osado. La arriesgada engañifa fue elaborada, con laboriosa pericia, por la comadre Catalina. Confidente y alcahueta, diestra en brebajes para el ojeo; de buscados pronósticos sibilinos con la artera baraja española. Antigua sapiencia en menesteres de hechicería, maleficios de bruja, copiosa farmacopea de yuyos y talismanes. Diligencia ratonil al servicio de quien pague mejor.

     Hubo que esperar, con agotadora paciencia, esta ocasión irrenunciable: la fiesta del Kambá Ra'angá, el homenaje al día de la Inmaculada, celebración popular de obligado disfraz y trajinada bulla. En el valle del Kuruñai, mosaico de traicioneros esterales, bruscos caseríos y lentas llanuras ganaderas, el aniversario ocupa toda una jornada. Esta vez, la parte profana tendrá su centro en la estancia Mitá Porã, del poderoso don Tomás Orrego. Es él quien correrá con todos los gastos y hará méritos ante la Patrona de la comarca.

     Todo está dispuesto para el momento elegido. Varios hechos lo preceden y conducen las pisadas de Mercedes: la decadencia de su esposo, Antenor Torales, cuya virilidad se ha ido apagando lentamente hasta reducirse a una nostálgica memoria de tiempos mejores; los años de entibiar inútilmente la pesada cama matrimonial con cabeceras de bronce y colchón de plumas; el estallido de los treinta años, con la abundosa distribución de las carnes y el furioso hervor de los sentidos; las idas y venidas de la comadre Catalina con los mensajes de amor de Jacinto López, moreno y lucido, veinticinco años de armoniosa musculatura y una comentada fama de macho infalible y voraz.

     Un cuarto de siglo separa a ambos esposos. Nadería e intrascendencia cuando la distancia se abre entre los 45 y los 20; abismo traidor y pernicioso entre los 60 y los 35. Los rescoldos cenicientos, avaros en chispas de negada combustión, contrastan cruelmente con el ondular restallante de una firme fogata.

     Antenor, que está llegando, no adivina la red de complicidades que lo está cercando. No percibe los signos ominosos que se están juntando inexorablemente bajo sus narices. La portezuela del automóvil se cierra con un suave chasquido y él sigue a su esposa. El caminar vacilante, los ojosborroneados por una manifiesta senilidad. Del brazo de Mercedes se dirige, por una breve avenida de eucaliptos, hacia la amplia casona  instalada en el centro de la estancia. Sólida fábrica de material cocido erguida sobre una joroba inusual en la pradera, casi escondida por el eucaliptal. Construcción de dos plantas, exclusiva de la gente de mayor fortuna. Abajo, cómodos salones y vastos depósitos; arriba, los vedados dormitorios y una larga balconada de balaustres.

     El ritual profano está por comenzar. El propio don Tomás recibe cortésmente a los invitados. Ubica a la pareja con los demás, en torno de una larga mesa, bajo una tupida enredadera de jazmines y santarritas. Antenor se instala junto a los hombres, saludando desganadamente a derecha e izquierda. Mercedes llega al grupo de las mujeres, donde Catalina se incorpora para recibirla con un alborotado abrazo.

     Crece la noche sobre las vagas islerías de Kurunal, cabalga sobre los potreros de Cangó y llega, a paso de carreta, a la estancia de don Tomás. Obedientes peones cuelgan de unos árboles pendulares lámparas de gas. Los colores se afantasman bajo la luz de cambiante intensidad.

     Denso vaho de chumusquina hiere a los comensales con cada ráfaga de viento. Una hoguera de estiércol circular ahuyenta a los mosquitos. Crepita la leña en un foso llameante, flanqueado de estacas clavadas en gruesos costillares vacunos. Chisporrotea la grasa que cae sobre el fuego. Revientan los petardos y una banda de música llena el aire con una polca estrepitosa.

     Ya están encendidos los montones de paja seca. Comienza la rúa de los "jugadores" con las antorchas. Hay gritos, carreras y carcajadas. Las llamas buscan los pies de quienes se acercan demasiado. Chuscos y atrevidos, ingresan quienes postulan ser negros: los kambá ra'angá. Vienen enfundados en capas oscuras, el rostro cubierto por una impenetrable máscara. Embisten contra las fogatas y tratan de apagarlas con golpes de capa o con exagerados pisotones.

     Llegan los guaikurú con el rostro pintado, y redoblan el ataque contra el fuego, en medio de un infernal griterío. Vuelan al aire bolsas de papel y al romperse dejan caer una lluvia de cenizas. Las risotadas y las corridas cubren el amplio patio en cuyo costado los invitados de categoría, la gente de pro, comen y beben descomedidamente.

     Los graves gestos de los disfrazados repiten, sin que ellos lo sepan, borrosos sucedidos coloniales. Pendencias remotas con el fluvial payaguá, de silenciosos desplazamientos, capaz de segar una cabeza con un solo golpe de quijada de piraña. O con el indomable guaikurú, indio de hábitos irascibles, coleccionador de cabelleras, que abomina del guaraní, manso comedor de maíz. Sobre su caballada de guerra, sabe caer como un rayo sobre los rancheríos criollos para arrebatar las mujeres de piel blanca, el ganado y el codiciado fierro.

     En cada fiesta del Kambá Ra'angá una burda pantomima propone una caricatura de aquellas jornadas de fuego y sangre; grises y olvidadas malquerencias entre feroces guaikurú, esclavos negros arreados al combate y harapientos soldados de su lejana y graciosa Majestad, el Rey de España. Choque de naciones cuyo motivo oficial es la piedad que predican raídos sacerdotes que mascullan oraciones para atraer la luz divina sobre la indómita indiada; o, más verosímilmente, a causa de una voraz disputa por la tierra y sus apetecibles frutos.

     Mercedes pudo persuadir a su marido que ella también debía disfrazarse. Para quedar bien con el dueño de casa, seguro. Un gesto de cortesía, nada más. Un cumplido con la gente, pura amabilidad. Antenor farfulla indeciso ante la insistencia de su esposa, pero concluye por declinar remilgos y melindres. Se coloca sobre la cabeza una corona de cartón, con pegotes de brillante papel celeste, y decide sumarse a la populosa reunión.

     Veinte años tenía Mercedes cuando fue conducida al tálamo, abrumada por la curiosidad, turbada por el miedo. Veinte años cuando fue desflorada, con exquisiteces de virtuoso, por un maduro Antenor, en una noche inacabable. La docta pedagogía la llevó a las cumbres del delirio, ya demorándola con templadas caricias, ya afectando una atolondrada brusquedad para precipitarla después a un abismo de vértigo y relámpagos.

     Pero una cosa es probar las mieles del amor y explorar sus deliciosas posibilidades, y otra muy distinta sobrellevar airosamente la rutina matrimonial con sus cotidianas e inagotables exigencias. Pronto vino la declinación del vigor inicial, el aquietamiento de la sangre. Adormecido por el paso de los años, trabajado quizá por deplorables excesos de juventud que consumieron prematuramente sus energías, Antenor disminuyó ostensiblemente el ritmo inicial.

     Al comienzo, intentó hacer frente al desafío, imponiendo una severa distribución del amor en dosis homeopáticas. Implantó un escalonado calendario regido por la religión, rica en fiestas de guardar y en píos aniversarios de negado sexo. Luego acudió infructuosamente al aporte de medicinas de celebradas virtudes milagrosas pero de dudoso efecto. No pudo hacer nada la reiterada infusión del katú avá, arbusto oscuro y rugoso que encargaba a los brujos indios del Amambay.

     Su fortuna, construida por el solvente menester ganadero, no evitó el fatigoso descenso, el paulatino enfriamiento de los huesos, la resignada senectud. La morigeración en el amor fue el obligado tributo que tuvo que pagar. Hoy, nada le devuelve el ardor perdido. Ni los ladrillos puestos sobre el brasero, durante horas, le calientan los pies; ni la piel tibia de Mercedes, dorada y estremecida bajo las cobijas.

     La risa de Mercedes comenzó a sonar a hueco en los corredores de la casa. La mirada se demoró muchas veces en el horizonte lejano, enrojecido por el deshabitado crepúsculo. Su humor acusó cambios arbitrarios e inexplicables, oscilando entre repentinas carcajadas en la oscuridad y arrastradas languideces. Escenas desorbitadas invadieron sus sueños, que se poblaron de amantes corriéndose desnudos en los bancos de arena del Paraná; chapoteando enloquecidos en esteros espumosos, arrojándose peces y lodo; buscándose a ciegas en la oscuridad de enmarañadas arboledas; apareándose frenéticamente contra cocoteros espinosos y tupidos karaguatás erizados de largas espinas; revolcándose a gritos sobre abrasadores lechos de ortigas y jazmín. A veces los amantes le hablan desde sus furiosos lechos, con un lenguaje precario en palabras pero colmado por broncos gruñidos y agitados gestos y ella no sabe qué decirles.

     Delante de Antenor salta un kambá ra'angá con su negrura postiza. Bebe de un trago el vaso de cerveza que ha tomado de la mesa con un manotazo. La voz del enmascarado se aflauta chillonamente, para desfigurar su identidad. Levanta al cielo sus índices, paralelos a las sienes; el procaz símbolo de los cuernos, la señal de la traición. Todos ríen, festejando la broma. El kambá ra'angá se desparrama en morisquetas inentendibles, en piruetas disparatadas.

     Al lado de Antenor, los principales de la comarca disfrutan de la escena. Gato Moro ensaya una sonrisa en su rostro seco y chupado, salpicado de cicatrices de viruela. Giménez kyrá se agita en una carcajada desbordante, que concluye en espasmódicos tartajeos; su abultado abdomen, apenas contenido por el cinto, parece a punto de caer al suelo. López buey rová, con su aplanado rostro vacuno, bebe acompasadamente. Martínez py guasú alza su larga nariz de cigüeña y suelta cortas e intermitentes risotadas, como ráfagas de un arma automática.

     Pesadas zalamerías acosan a Antenor. Las mascaritas lo saludan por turno, al pasar, con afectada solemnidad. Lo atiborran con bocaditos que le meten en la boca, casi a la fuerza. Renuevan continuamente la cerveza de su vaso sin darle tiempo a que pierda su amargo frío. Antenor cabecea, dejando hacer, y sólo sabe sonreír.

     Al fondo, la comadre Catalina cuchichea con Mercedes. Su trampa está a punto de cerrarse. Cloquea nerviosamente y se multiplica en atenciones. Su obra será coronada por el éxito, luego de laberínticos tejemanejes. En campo fértil creció impetuosa la semilla de la tentación. Sugiriendo con sus silencios, persuadiendo con las palabras, Catalina abatió las últimas defensas. Explotó concienzudamente la alerta vigilia de Mercedes, excitando su imaginación con calcinados relatos y por fin, ante los maravillados ojos verdes, dejó caer sobre la mesa el prodigio de una sota de bastos que anunció la llegada inminente de un varón entero, de vigor inextinguible; ardiente como una brasa, cariñoso como un niño. La descripción, dichosa y exaltada, se aproximaba sospechosamente a este Jacinto López que ya está en la fiesta y pasea un aire de templada indiferencia.

     Aumentan los murmullos de los invitados. Irrumpe en el patio el toro candil con los cuernos encendidos. Amaga una embestida hacia las mesas, levantando una nube de polvo. Hay un simulado horror en el griterío de las mujeres y una bulliciosa dispersión. Los jugadores que defienden el fuego son arrojados, con sus disminuidas antorchas, hacia el negro eucaliptal. Los kambá ra'angá se reagrupan en un rincón para organizar el ataque decisivo. Los guaikurú se arraciman, confundidos y expectantes.

     En la confusión, Mercedes y la comadre Catalina se escurren detrás de la casona. Allí abre su boca, lúgubre y silencioso, un enorme galpón, depósito de herramientas y fardos de alfalfa. La calma se restablece minutos después. Antenor se tranquiliza al ver a Mercedes nuevamente sentada, haciéndole una señal amistosa con la mano. No puede imaginar lo que cuchichea con Catalina, bajo su máscara de seda. La luz parpadea en la luna de lentejuelas y ondula suavemente en las breves estrellas de la capa. Las demás mujeres también vuelven a sus asientos. La Reina, gruesa, de alocada risa. La Princesa, magra y erguida, bajo su coronita de cartón. La Bruja, sosteniéndose tambaleante sobre su escoba.

     No sabe Antenor que Mercedes y Catalina entraron al galpón. Que allí Mercedes entregó apresuradamente capa, máscara y caperuza a otra mujer, pieza vital de la conspiración. Que Catalina y la nueva cómplice están nuevamente en sus sitios, bajo la enramada. Que Mercedes, luego de cerrar por dentro la puerta, avanza a tientas, tropezándose con los fardos de alfalfa.

     El toro candil corre torpemente en el patio. Bajo la armazón de piel, dos hombres bufan y sudan. Antenor sigue sonriendo, acorralado por la conversación de sus compañeros de mesa. Ante él desfilan los kambá ra'ngá. Ojos burlones bajo las capuchas; risitas en falsete y chillidos destemplados. En un rincón, un dúo de voz gangosa armoniza malamente una canción que habla de amores frustrados y largas nostalgias. El cerrado perfume del jazmín de Chile se confunde con la humareda del estiércol y el hedor de la grasa quemada.

     Dentro del galpón, el pesado olor de la alfalfa vuelve más densa la oscuridad. Los ojos de Mercedes no pueden ver nada. Sus brazos se extienden, midiendo el espacio negro. Un susurro -la voz de Jacinto- la orienta en la oscuridad. Pronto, Jacinto es sólo un par de manos que la aprietan y recorren con pausada sapiencia. No hay mucho tiempo para preguntas ni coloquios. Pocos y expertos toques la despojan de lo que le resta de indumentaria. Después, los vertiginosos movimientos, el retumbar de las sienes, el prolongado suspiro de agonía.

     El hombre se levanta, jadeante. Agotado, camina vacilante. Leves los pasos sobre la alfalfa. Segundos después está de vuelta. Esta vez se complace en caricias más concienzudas. El delirio vuelve, con sus convulsiones incontrolables, con estrellas que estallan en el cerebro y marcan el espinazo con un torrente de fuego.

     Hay otra interrupción. Exhausta, Mercedes se desparrama sobre la alfalfa, los músculos adormecidos. El hombre retorna. Ahora, urgente y bestial, con flamante fortaleza. Ella quiere decir algo y un beso le cierra la boca. No tiene tiempo de cavilar sobre el redoblado placer que la clava en su sitio cuando retorna el acoso, tras corto intervalo. Esta vez, con ternura y gentileza.

     Se reiteran los pasos sobre el piso. Ahora, la brutalidad. Los mordiscos se clavan en el hombro con furia. Los pasos son de nuevo suaves y descalzos. Esta vez, Mercedes ya sabe que el repetido relámpago no se debe solamente a Jacinto. Que Jacinto es cada uno de los que se turnaron sobre ella y de los que todavía aguardan su lugar, nerviosamente, en alguna esquina del galpón. Como ciegos lagartos, arrastrándose tensos y sigilosos hasta el altar del sacrificio.

     Afuera, el toro candil dispersa a los últimos jugadores, remedos desabridos de los soldados de la conquista española. Los kambá ra'angá lograron apagar el fuego, reduciendo a cenizas los mazos de paja seca de la rúa. Antenor cabecea, soñoliento. Mira a Mercedes y trata de adivinar la plática bajo la máscara roja. Tomás Orrego, circunspecto, palmotea desganadamente el monótono ritmo de una polca. Dentro del galpón, Mercedes cierra los ojos y gime. Clava las uñas en la espalda de su nuevo compañero y trata de sumar mentalmente, sin lograrlo, el número de sus asaltantes. 

 


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Un analisis que revela como ve este narrativa la sociedad...... 

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