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lunes, 30 de septiembre de 2019

Arquitectura afro-jesuítica en la antigua provincia del Paraguay

 SAN MIGUEL Procedente de la estancia jesuítica de Paraguari. Hoy en el Museo de Arte Sacro Monseñor Juan Sinforiano Bogarín de Asunción. Según el autor Bozidar Darko Sustersic (Instituto de Teoría e Historia del Arte ) no es de factura indígena sino que fue realizada por africanos esclavizados de la estancia de Paraguari.

(Fotografía Fernando Alen)

Con este trabajo pretendo demostrar que la arquitectura desarrollada por los
ignacianos en las estancias de la Provincia Jesuítica del Paraguay, fue una labor combinada
entre arquitectos jesuitas y constructores africanos y afrodescendientes, conformando lo
que denomino una «arquitectura afro-jesuítica». Destacamos fundamentalmente que estos
ámbitos van a responder al uso exclusivo de los esclavizados, levantándose tres tipologías
arquitectónicas en el contexto de una arquitectura colonial donde fueron excluidas, como
iglesias para el culto cristiano, viviendas colectivas para el hábitat de los mismos usuarios y
obrajes como lugares de trabajo. Planteamos la reformulación de una historia no contada,
para descubrir y valorizar un patrimonio cultural interracial, entre jesuitas y africanos, que
se desarrolló en el territorio de la antigua provincia jesuítica, hoy jurisdicción de Argentina,
Uruguay, Paraguay y parte de Bolivia y Brasil.
Hasta no hace muchos años y en nuestro medio, los historiadores de la arquitectura no
diferenciaban una estancia jesuítica de una reducción o un colegio. En sus exquisitos dibujos
y textos no muy documentados, señalaban erróneamente a las estancias como reducciones
(fig. 1). Esto llevaba explícito una invisibilidad de lo africano en la arquitectura, aunque
en principio respondía a la misma negación de lo hispánico, que recién cambió su rumbo
desde las primeras décadas del siglo XX, aunque fundamentalmente desde la aparición
de instituciones gubernativas abocadas a la conservación del patrimonio arquitectónico,
que dispusieron intervenir en edificios coloniales coronando el ideario de la Restauración
Nacionalista. Pero desde ese entonces, hasta incluso en la actualidad, continuó habiendo
una negación explícita del patrimonio cultural afro-hispanoamericano, ante las evidentes
restauraciones que solo contemplaban la conservación de iglesias y no otros ámbitos, es
decir los obrajes y las despectivamente llamadas «rancherías», que debemos señalar mejor
como viviendas colectivas. Algunas de estas tipologías arquitectónicas se encuentran en pie,
otras en ruinas. Pero obviamente las iglesias se hallan plenamente restauradas, aunque solo
recientemente y después de décadas de negación, se plantearon como ámbitos religiosos
construidos por africanos y para su propio uso (Page 2010: 83-100). Igualmente la negación
de lo afro continúa latente hasta en sus modernos defensores que intentan desde una visión
europeizante revalorizarlos como bien turístico, valiéndose de terminologías como «Ruta del
esclavo»
, tan reaccionaria como si planteáramos por ejemplo una «Ruta de los desaparecidos»
en Argentina.
El tema de la presencia africana en nuestro medio aún sigue vedado, como lo fue en
su momento lo indígena y hasta lo jesuítico1. Estudiamos las ciudades hispanoamericanas
y los pueblos de indios pero aún falta mucho por saber sobre los trazados o «pueblos de
negros», como Villeta del Guarnipitán (1714) y San Agustín de la Emboscada (1740) en
Paraguay, entre otros.
Los jesuitas del siglo XVII encaminaron el éxito económico de sus estancias a través de
la adquisición de esclavos por todos los medios a su alcance, ya sea contrabandeándolos,
comprándolos, o bien recibiéndolos en donación.
Parece ser que en principio, los africanos de los jesuitas fueron adquiridos en forma
ilegal. Al menos fue muy sonado en su tiempo el caso del coadjutor granadino Juan Luis
de Sayas, quien en 1613 introdujo de Brasil «ocho piezas y cuatro crías», además de otras
«siete piezas» que «las metió en este puerto». Por ello se le inició un proceso en 1624, donde
confesó el acto2. No fue el único que cometió estos actos, reprimidos por los sucesivos
provinciales Oñate, Mastrilli y Vázquez Trujillo, entre 1615 y 1633, e incluso por el general
Vitteleschi en Roma que ordenó no comprar «sin licencia (pues) está bien prohibido» y
hacerlo en las ciudades «aunque cuesten más caros»3. No obstante sabemos que los primeros
africanos comprados legalmente fueron introducidos en 1628 por el procurador en Europa
P. Gaspar Sobrino quien junto con la expedición de reclutas jesuitas que lo acompañó desde
Europa, fue autorizado para traer ocho negros músicos con instrumentos (Pastells 1912:
410). Finalmente y como mencionamos, la otra alternativa de adquisición era por donación
para sus estancias y colegios, como lo hizo tempranamente el clérigo de Osorno, Francisco
Espinoza Caracol (1569-1650) que donó diversos inmuebles en Santiago de Chile, Concepción
y tierras como la chacra de Hueraba con varios esclavos (Enrich 1891: 293).
Seguramente antes de estas adquisiciones, los jesuitas habían tomado a su cargo la
evangelización de africanos, pues en 1609 el P. Juan Darío, manifestó que en el colegio de
Santiago del Estero se estudiaban las lenguas de los indios y de los negros (Tardieu 2005:
146). También el primer provincial P. Diego de Torres, en la Carta Anua de 1613, informó
al general en Roma que los Padres acudían con mucho fervor a los ministerios de negros.
Incluso que ya tenían una cofradía donde trabajaban en la instrucción todos los domingos.
Continúa el P. Torres explicando que los amos los abandonaban en lo espiritual y que les
costaba mucho comunicarse con ellos, pues no entendían bien la lengua española ni las
indígenas (Page 2004b: 40-41). Precisamente uno de los principales instrumentos de evangelización
fueron las cofradías urbanas que se constituyeron en un buen método de atracción
que intensificaba la relación afro-jesuítica y no necesariamente con sus propios esclavos4.
Para 1616 escribió el P. provincial que la «cofradía de negros» era la que más había
aumentado, reuniéndose los domingos a escuchar la doctrina (Page 2004b: 61). Esto sucedía
en la capital de la provincia jesuítica (Córdoba), pero también desde este sitio se practicaban
anualmente misiones volantes, donde los jesuitas recorrían varias estancias y obrajes de
españoles con «gran número de negros de Angola». Allí «los catequizaban y confesaban en
su lengua», para luego bautizarlos sub conditione (Page 2004b: 88). Es decir que recibían un
nuevo bautismo. Efectivamente, por entonces también se llevaban a cabo en el puerto de
Buenos Aires exámenes de bautismos de los recién llegados de Angola, justamente por la
duda que había de la legitimidad del sacramento (Page 2004b: 82). Más teniendo en cuenta
lo que describiera por la época y desde Cartagena el P. Sandoval sobre el bautismo, que
importaba más el ritual que la conversión (Sandoval 1987: 347-348).
En esta tarea se destacaron varios jesuitas cuyas labores apostólicas entre los africanos
fueron especialmente resaltadas en las Cartas Anuas. Entre ellos los PP. Antonio Serna, fallecido
a los 28 años de edad, y que se menciona «era primer prefecto de la cofradía de morenos»
(Page 2004b: 173). También la misma fuente procura gloria a otros sacerdotes como el P.
Francisco Giattino quien fue anteriormente misionero de Angola y el Congo. En Asunción
se destacó el no menos renombrado P. Marcial de Lorenzana. Otra ponderable figura para
recordar fue el P. Francisco Velásquez, español, que siendo rector de varios colegios, incluso
del Mayor, tuvo gran dominio de la lengua de Angola. Fue quien estando en Buenos Aires
como rector trabajaba en el ministerio de negros, como lo hizo el limeño P. Lope de Castilla.
La evangelización se profundizó de tal manera que hasta tenemos registro de africanos
que, al modo de los «fiscales» indios, se convertían en catequistas. Es el caso de la africana del
Colegio de Córdoba, Catalina Álvarez, que luego de enviudar experimentó una notable vida
edificante, siendo catequista de niños africanos nacidos en Córdoba a los que les impartía
lecciones todos los días (Page 2004b: 330). También por un memorial del provincial José
de Aguirre que ordena construir una escalera en la estancia de Jesús María, encontramos
que un muchacho africano era sacristán5. Y al parecer todos estos establecimientos rurales
contaban con uno o más jóvenes asistentes del sacerdote.
Los africanos fueron notables músicos, por ejemplo el «negrito Balta» a quien se le
encargaba darle tiempo suficiente por la mañana y la tarde para que practique el órgano
en la estancia, según lo ordenó el P. provincial en 17246. Son numerosos los documentos
de este tipo, como el que da cuenta de la orquesta que tenía el colegio de San Ignacio
de Buenos Aires que cantaba a la perfección el Laudate Dominum. Justamente el jesuita
Paucke menciona que «tanto los músicos como los bailarines eran moros negros esclavos del
colegio» (Paucke 1999: 128). Incluso el P. rector le encargó que compusiera una misa musical
y que la hiciera practicar con los africanos. Podríamos añadir el caso del mulato Marcos, del
colegio de Salta, que no sólo tenía estas aptitudes sino que se le sumaba la de ser «músico y
maestro de danza española y francesa» (Andrés-Gallego 2005: 77). Elocuente es el inventario
de las Temporalidades de la estancia de Santa Catalina, donde había 445 esclavos, registrándose
en la iglesia: «un clave, 7 violines, 2 biolones, una trompa marina y un arpa»7.
Los esclavos -señala Cardiel- habían «aprendido, cuando niños, en las Misiones de Guaraníes,
adonde suelen enviarlos» (Furlong 1953: 124). Pero no sólo iban a las misiones a aprender
música y otros oficios sino que también, en algunos casos y en base a una probada experiencia,
ayudaban a formar a los guaraníes en la administración y organización de estancias8. También
sabemos que lo hicieron en las estancias de los abipones donde había algunos esclavos africanos9
Para el siglo XVIII las adquisiciones de esclavos entre los jesuitas prácticamente
desaparecieron en medio del crecimiento vegetativo de la población afro-americana
ordenada por familias, que los mismos jesuitas alentaban10. Pues el sacramento del matrimonio
estaba ligado a la evangelización desde que se impuso el «ministerio de negros»,
con una clara determinación del P. Torres, quien ya lo había estimulado anteriormente
como provincial de Nueva Granada. Pues el puerto de Cartagena de Indias fue un aprendizaje
excepcional para los jesuitas que comenzaron a hacer todo tipo de denuncias y que
se ven extensa y detalladamente formuladas en el libro De Instaurando Aethiopum Salute
del P. Alonso de Sandoval publicado por primera vez en 1627 y en la labor apostólica del
canonizado P. Pedro Claver11.
No obstante la Iglesia trató el tema de la evangelización de negros en los tres primeros
Concilios Limenses y en diversas Constituciones Sinodales y Cartas Pastorales. A su turno la
Corona se mostró a favor de la enseñanza de la Doctrina Cristiana. Pero tanto el gobierno
civil como el clero secular descuidaron estos deberes porque en realidad nadie cuestionaba
la esclavitud que se creía era sobradamente «justificada»; sólo había que regularla en un
nuevo ordenamiento civil. Pero los excesos provocaron las primeras discusiones teológicas
que denunciaron el problema, como los polémicos españoles Luis de Molina (1536-1600),
Fernando Rebello (1546-1608) y Tomás Sánchez (1550-1610).
El propio P. Torres ya retirado de sus actividades de gobierno continuó trabajando por
los africanos, tratando de componer un catecismo y oraciones. Lo hizo desde La Plata (Sucre)
en 1630, teniendo como colaboradores que dominaban la lengua, al luego secularizado jesuita
Francisco de San Martín y al mencionado P. Lope de Castilla (Lima, 1595-Buenos Aires, 1680).
Tomaron como referencia la obra del jesuita portugués Mateus Cardoso quien, con ayuda de los
congoleños, compuso un catecismo bilingüe (portugués-congolés) publicado en Lisboa en 1624.
El trabajo del P. Torres no lo conocemos, pero parece que fue concluido, pues
cuando el P. procurador Juan Bautista Ferrufino viajó a Europa en 1632, elevó un memorial
solicitando la imprenta y un impresor para las misiones. Para el caso, argumentó que era
necesaria para la impresión de un vocabulario en «lengua de Angola y también en lengua
Caca del Valle Calchaquí» (Furlong 1953: 46 y Hernández 1913: 360). Pero se cuestionó en
Roma si el primero realmente sería útil, justamente por la diversidad de lenguas africanas,
y se cree que no se editó (Leonhardt 1929: 437 y Furlong 1944: 75). No obstante y contradictoriamente,
el P. Ruiz de Montoya dejó claramente escrito en 1639 que la lengua de los
«negros no ha costado poco desvelo sacarla a la luz, y ponerla en los términos de imprenta,
trabajo bien logrado» (Ruiz de Montoya 1989: 196).
Pero no hemos encontrado entre los inventarios de las estancias ningún libro en
alguna lengua africana. Por lo que estimamos que para la evangelización se tomaron los
métodos que adoptara el P. Sandoval, del que sí estaba su libro en el colegio de Córdoba
(Aspell-Page 2000: 228). Esto es que se usara entre jesuitas y africanos la «media lengua»,
siendo una mezcla de varios idiomas africanos, con el que salían del paso en un primer
momento con los «bozales». Es decir los recién llegados a quienes se les ponía un bozal que,
como instrumento de sujeción, les impedía pronunciar correctamente.
II. Del «ministerio de negros» a los reglamentos para esclavos
El «ministerio de negros» entre los jesuitas fue acompañado en el mundo americano por una
serie de disposiciones que ni siquiera imaginó el propio san Ignacio. Con estas reglamentaciones
podemos recrear la vida cotidiana del africano esclavizado. La instrucción propiciaba
un aprovechamiento de los recursos humanos, siendo conocidas las expedidas a jesuitas
administradores de las haciendas, que se dieron en el siglo XVIII para México, Brasil y Perú,
donde se trata fundamentalmente de la administración de las estancias, pero también de la
relación directa con los esclavos. Incluso desde el generalato del P. Aquaviva (1581-1615) se
impartieron unas primeras instrucciones para haciendas americanas referidas al buen uso
del suelo, el buen gobierno, relación con los trabajadores y vecinos (Page 2008: 293).
Entre las múltiples ordenanzas, instrucciones y memoriales de los jesuitas del Paraguay
se destacan las dadas por el P. Andrés Rada (1601-1672)12 para las haciendas del Paraguay
en 21 artículos o apartados que dio a conocer en 166313 y que tuvieron vigencia por muchas
décadas, como lo vemos anotado en Memoriales e incluso en los Libros de Cuentas de las
estancias del siglo XVIII, donde se recomendaba que los Padres las leyeran a los hermanos una
vez por mes. Al menos así lo dejó asentado el P. José Barreda en 1753, ya que la observancia
de aquellas órdenes se considera «como muy importante para el buen regimen de nuestras
estancias» (Page 2002: 241-250).
Anteriormente el P. Rada, siendo visitador del Perú, dictó otras instrucciones (1660)
al colegio de San Pablo (Borja Medina 2005: 105), que fueron muy similares a éstas. Escribe
por ejemplo que no se debía descuidar la oración y los Ejercicios Espirituales, pero de este
especial ministerio no tenemos constancia que haya sido impartido a los africanos. También
expresa que los sacramentos de bautismo y matrimonio debían anotarse en un libro, aunque
lamentablemente no nos han llegado hasta hoy esos registros.
Siguiendo las Instrucciones del P. Rada, a las que podemos sumar varios memoriales
específicos para estancias (Troisi Melean 2002: 44), leemos que los oficios religiosos se
debían suministrar, en lo posible, todos los días de trabajo luego de la oración, mientras que
en los días festivos se debía excusar de cualquier trabajo o faena a la gente de la estancia. El
adoctrinamiento se debía cumplir tres veces por semana. Una el domingo, después de misa,
donde el Padre debía hablar exhortando a la virtud y a la observancia de los mandamientos
y devoción a la Virgen. Las otras dos se llevaban a cabo miércoles y viernes por la noche,
cuando se debía explicar la doctrina, no debiéndose excusar ni los enfermos, ya que no se
quería que murieran sin conocer los misterios de la fe.
Una estricta orden enunciaba que ninguno de los sacerdotes podría realizar obras
en la hacienda sin expreso consentimiento de los superiores. De allí que en los memoriales
de los Padres Provinciales a los estancieros se enumeraran temas menores, como cerrar el
muro de la ranchería o techar alguna habitación (Page 2008: 296-297). Sabemos de algunos
jesuitas arquitectos que proyectaron y concluyeron obras tan importantes como las iglesias.
Pero quiénes fueron sus constructores sino los africanos incorporados por los jesuitas al
cristianismo.
Estas inmensas estancias estaban administradas por dos jesuitas y pobladas exclusivamente
por africanos. Muy esporádicamente se conchabaron personas (españoles o
indios) para realizar alguna tarea en especial. Veamos por ejemplo el Libro de Conchabos
de la estancia de San Ignacio en Córdoba donde se anota que, entre 1736 y 1746, hubo un
total de aproximadamente 120 conchabados, lo que hace un promedio de 12 conchabos
anuales14. En este sentido la prohibición de que compartieran espacio, negros e indios,
es un largo capítulo del ordenamiento esclavista que tuvo su origen en la Real Cédula
de 1541 cuando la Corona sugirió a la Audiencia de Lima que no se tuvieran africanos
en las encomiendas, debido a denuncias de robos y violaciones contra los indios. Pero
algunos años después la prohibición fue categórica en otra Real Cédula (25-11-1578) a
la que se sumaron muchas otras instrucciones que completaban aquel mandato, hasta
incluso ser incorporada a la Recopilación de 1680 (Lucena Salmoral 2005: 173 y Morner
1970: 97). También el erudito licenciado Juan de Matienzo, consideró en su momento
como necesaria esta separación para el bien de los naturales, prohibiendo el ingreso de
africanos, ni siquiera mestizos, a los pueblos de indios. El virrey Francisco de Toledo
en sus ordenanzas para la ciudad del Cusco (1572) no se olvidó de las sugerencias de
Matienzo, adoptando penas muy severas.
Por tanto es casi imposible pensar que indios y negros convivieran pacíficamente
en las estancias, como aún sigue expresando alguna bibliografía que copia errores
pasados. Tan similar al repetido error de que en las estancias se hablaba en lengua de
Angola y que dejamos claro anteriormente. Pero los Libros de Cuentas de las estancias
corroboran lo dicho. Pues así como se hicieron censos anuales de población en las
reducciones, también se los hicieron en las estancias. Y encontramos que sólo vivían
africanos o afrodescendientes concentrados en las viviendas colectivas ubicadas junto al
caso e iglesia. Pero nos queda también aquí un interrogante antes de seguir avanzando,
relacionado con el tema de los ritos, tan conocidamente permisivos de los jesuitas que
también se extendieron por América15. Por tanto nos preguntamos para posteriores investigaciones,
cómo fue desarrollado el solemne acto litúrgico de la misa en estas iglesias.
Seguramente no eran iguales a las que se daban en las ciudades españolas y muy
posiblemente deben haber existido manifestaciones culturales africanas.
III. Los oficios y las obras arquitectónicas
Los esclavos se valoraban no sólo por ser cristianos, sino fundamentalmente si tenían un
oficio. En este sentido sabemos de esclavos de españoles que pasaban una temporada entre
los jesuitas precisamente para aprender una tarea determinada.
Los oficios variaban desde músicos a albañiles, relojeros a carpinteros, herreros a pintores
y hasta escultores. Así lo explica Sustersic cuando se refiere a la estancia de Paraguarí, con una
hoy desaparecida iglesia de dimensiones considerables y aparentemente con un gran retablo
donde había varias imágenes, entre ellas la famosa estatua horcón de san Estanislao de Kostka o
san Luis Gonzaga, que se encuentra hoy en el Museo «Monseñor Sinforiano Bogarín» en Asunción.
Pero el historiador de arte se refiere al san Gabriel y el san Miguel Arcángel que se encuentran
en el mismo Museo y de igual procedencia, escribiendo que: «Es probable que haya sido tallado
por un escultor esclavo africano porque en su figura no hay rastros de la fórmula unitaria del
cilindro-horcón que preside la concepción de la figura humana en el santo apohára guaraní. En
cambio la geometría se hace presente en el facetamiento de algunos detalles, como son la nariz,
la boca y los ojos, los que recuerdan las estatuillas africanas que Picasso tuvo como modelos en
su Demoiselles d’Avignon, obra inicial del cubismo analítico» (Sustersic 2010: diap. 62) (figs. 2-3).
Con estas habilidades y como es de suponer, el precio de un africano era muy alto,
alcanzando en Lima los quinientos pesos en el año 1550 (Harth-Terre y Marquez Abanto
1961: 360-430). Intervinieron en las obras de equipamiento urbano como en las principales
construcciones, tanto de catedrales, como moradas de nobles, siendo en no pocas ocasiones
desacreditados por los gremios que manipulaban los oficios.
Eran adiestrados por los mismos jesuitas, por africanos especialistas que rotaban por
las estancias, o bien por los indios de las reducciones guaraníticas, como cuando el Provincial
ordenó en 1714 que enviara africanos a aquellas regiones para que aprendieran a tocar
bien instrumentos musicales y se capacitaran en los oficios de carpinteros y herreros, entre
otros (Page 1999: 90). Esto era considerado como una buena inversión, ya que era costoso
conchabar gente de oficios, aunque paralelamente el precio del esclavo con oficio se incrementaba
significativamente.
Cartas Anuas, memoriales y otros documentos nos brindan información sobre el
proceso constructivo de los edificios que se levantaban. Incluso la nómina de los arquitectos
intervinientes, que nunca era uno solo. También nos especifican el proceso de aprendizaje e
intervenciones del esclavo, como por ejemplo, el tantas veces citado memorial del P. Provincial
Jaime de Aguilar de 1734 que ordena al famoso arquitecto Bianchi que dirija varias
obras. Pero a su vez agrega: «Dediquense luego dos muchachos de los mas abiles para que
aprendan el oficio de albañil, sacandolos, si fuera menester, de qualquiera oficina, donde
se hallen: y no se ocupen en alguna otra cosa sino que siempre anden con el Hermano
Blanqui, acompañandole en todas partes, para que nuestro Hermano, los vaia enseñando»16.
Efectivamente, si bien muchas órdenes religiosas fueron importantes comerciantes
en el ramo, escribe Mellafé que, «entre ellas, la Compañía de Jesús se distinguió por enseñar
oficios diversos a los esclavos que mantenían en sus granjerías, de tal modo que llegaron a ser
excepcionalmente valiosos y conocidos, los llamados esclavos de los jesuitas» (Mellafé 1984: 75
y 76). Esta fama se debió principalmente a que los educaban en diversos oficios, en medio del
sistemático proceso de aculturación, sumado al desarrollo de una conciencia que fomentaba
la sumisión y la mera subsistencia. Los africanos encontraron en la Compañía de Jesús, una
esperanza de vida, expresada en la autoestima del mismo trabajo dentro de un desarrollo de
virtudes ennoblecedoras (Page 1999: 87).
En tiempo de la expulsión de los jesuitas, en el colegio de Tucumán se vendieron la
mayoría de los afrodescendientes, pero se reservaron justamente los que tenían oficio de
albañiles para usarlos en las reparaciones del colegio (Maeder 2001: 209). En residencias
menores como Catamarca y La Rioja se contaban varios esclavos con oficios: tres carpinteros,
un sastre, dos albañiles, un herrero, un zapatero y un músico. En Mendoza había dos
albañiles, dos botijeros y un violinista. En San Juan dos violinistas y un arpista barbero, así
como también algún albañil.
Pero en las obras lógicamente ayudan muchas otras personas como peones, y más
aún lo hacían las mismas mujeres. Afirmación que desprendemos de un memorial que dejó
el Provincial en su visita a Alta Gracia, en momentos en que la obra de la iglesia se hallaba
en plena construcción y no vio bien que concurrieran mujeres al patio de los Padres, expresando:
«acuden las mugeres todo el dia ala obra de la Iglesia, para ayudar en tantas cosas, que
se ofrecen, estan siempre estas a la vista, de suerte, que el que quisiere puede verlas desde el
corredor quantas vezes quissiere, por que estan cruzando continuamente acarreando ladrillos,
cal, agua a la vista de todas partes...»17.
IV. Ámbitos para el culto
Podemos dividir tipológicamente las iglesias jesuíticas de la región en función de sus usuarios
en cuatro grandes grupos, que obviamente tendrán cada uno sus variantes. Ellas son: las
construidas en el noviciado, de uso exclusivo de los novicios; en colegios, donde generalmente
la nave central era acompañada con capillas laterales que podían ser de indios, de
españoles o de negros: las construidas en reducciones, cuyos usuarios eran solamente los
indios; y las construidas en las estancias de los colegios que eran destinadas a la población
esclava con que contaban. Pues de estas últimas nos ocuparemos en particular, que no
fueron pocas, si tenemos en cuenta que cada colegio y residencia tuvo entre 3 y 6 estancias18
(fig. 4). Estos templos están relacionados fundamentalmente, como quedó demostrado
anteriormente, con la evangelización de africanos, un importante ministerio impuesto desde
los días iniciales de la provincia jesuítica del Paraguay.
Si tuviéramos que señalar características de los mismos, sin duda aparecería en primer
lugar, el lenguaje estético, donde veríamos un total implante de modelos europeos en su
factura. Ya vimos en otra oportunidad cómo influyeron los Tratados de Arquitectura que
usaban los profesionales en estas obras (Mocci-Page 2005: 257-268), como a su vez los mismos
dibujos y planos que los arquitectos deben haber traído. Pues aquí el esclavo no tenía ninguna
participación en el diseño, como sí la tuvieron los indios y el medio natural en las reducciones
guaraníticas. Y tenemos una explicación. Los africanos eran arrancados de sus poblaciones
generalmente muy jóvenes, aunque el concepto juventud -adolescencia- occidental no se
equipara con el mismo concepto en África, donde los ritos de paso que convierten al niño
al adulto se hacen a muy tierna edad. Igualmente al ser capturados no se les permitía llevar
absolutamente nada, sin respetarse ni sus lenguas ni su cultura. Es decir todo lo contrario de
lo que tanto bregaban los jesuitas con los indios.
Una segunda lectura nos advierte sobre las grandes dimensiones de estos templos,
pero una vez más, la respuesta está relacionada con la gente que vivía en la estancia, que
sumaban entre 300 y 500 esclavos que residían en las viviendas colectivas, ubicadas a escasos
metros y que eran rigurosamente evangelizados, como hemos señalado antes. Además
la considerable extensión de la estancia hacía que difícilmente vinieran otras personas a
escuchar los oficios religiosos que incluso se les estaba vedado.
De tal forma que el tamaño de estos templos está directamente en proporción a
la cantidad de esclavos con que contaba la estancia en una relación directa también con
la extensión de la tierra y al «domicilio» al que estaba destinada. Es decir, en esto último,
si era una estancia aplicada al Colegio Máximo, al Noviciado o a un Colegio Menor, o
Residencia. Por ejemplo, la estancia que se aplicaba a los gastos de provincia era la de
Santa Catalina (Córdoba) (fig. 5), que fue la más grande en extensión y riquezas. Por tanto
su iglesia estaba directamente relacionada con la cantidad de esclavos con que contaba.
Veamos el caso de los Colegio Menores, cuyas estancias tendrían iglesias de dimensiones
más reducidas. Por ejemplo la capilla de la estancia de La Banda en Tafi del Valle (fig. 6),
la más extensa del colegio de Tucumán, sólo contaba con cuatro aposentos y el total de
los esclavos de todo el Colegio con sus varios potreros y estancias llegaban en total a 124
sujetos19.
Ahora, qué pasaba con otras órdenes religiosas que también tenían estancias de
considerables extensiones. Podemos dar un ejemplo no muy lejano a los establecimientos
jesuíticos en la estancia de Santo Domingo (fig. 7) (Page 1985), dentro de cuyo casco se
incorporó una habitación como capilla sin necesidad de levantar un templo enorme (fig. 8).
Pues la diferencia es que los dominicos poseían muy escasos esclavos y la producción de la
misma, a pesar de su tamaño, no puede compararse nunca con una estancia jesuítica.
También recordemos que durante el generalato de Vicente Caraffa (1646-1649) se propiciaba
la modestia decorativa en las iglesias. Actitud que se revierte con el general Juan Pablo
Oliva (1664-1681) quien promovió todo tipo de empresas artísticas pero no en las residencias
que debían reflejar humildad, sino en las iglesias jesuíticas en las cuales se pretendía
«alcanzar la sublimidad de la omnipotencia eterna de Dios con tanta pertenencia de gloria
como podamos conseguir». Pues este precepto, como no podía ser de otra manera, también se
aplicó a las iglesias de africanos. De todas formas la institución religiosa y sus grandes edificios
para la época, con sus esclavos, extensiones de tierras y demás bienes, participaban como un
sólido conjunto que precisamente poseía esos símbolos de riqueza material.


El P. Antonio Garriga, apenas fue nombrado visitador (1709-1713), trató de evitar
que se siguieran construyendo grandes edificios «que deben ser ajenos a nuestra pobre
profesión religiosa». Pero tres años después debió repetir sus órdenes, incluso especificando
medidas de los patios y habitaciones, recurriendo a que se empleara la Santa
Obediencia, para que se cumpliera su mandato. Nuevamente no se tuvo en cuenta y
se siguieron construyendo edificios que para la época resultaban sumamente suntuosos
(Cushner 1983: 33).
En cuanto a los aspectos funcionales, en un principio consideramos a las tribunas
como ciertos elementos que al hallarse en casi todas estas iglesias de africanos, podrían
haber servido para que desde allí siguieran la misa los pocos jesuitas que se encontraban
esporádicamente en la estancia, sin tener contacto con los esclavos. Estas tribunas tienen
origen en las basílicas paleocristianas y bizantinas donde con el nombre de matronium y
para uso de las mujeres, se constituían en una galería abierta que se extendía a lo largo
y por arriba de las naves laterales. El matronium, aunque se conservará en el medioevo
como el triforio, cederá su puesto al palco real como en Santa Sofía donde se ubicaba el
emperador Justiniano. Seguía siendo un espacio abierto pues la palabra triforium viene de
transforatum, que significa abierto, calado.
Podemos ver también la tribuna de la iglesia de San Miguel de Lillo (Oviedo) del siglo
IX, muy similar a la de Alta Gracia (fig. 9), sólo que aquella estaba reservada al monarca.
Es decir un elemento funcional dentro de los templos que se extendió por toda la Iglesia
Católica para uso reservado a personas de mayor jerarquía.
V. Viviendas colectivas
Las normas establecidas por los superiores jesuitas reglamentaban precisamente que los
jesuitas debían tener sus propias viviendas y los africanos las suyas. Incluso que aquellos
no debían ir a la de los africanos y sólo algunos de estos podrían ir a la de los jesuitas, y ni
pensar que las mujeres accedieran a la de los religiosos.
Estas viviendas se las denominó despectivamente «rancherías» y se ubicaron tanto
en las estancias como en los colegios. En el de San Ignacio en Buenos Aires, ocupaba la
manzana continua hacia el oeste del mismo, conteniendo dos cuerpos de casas de rentas
hacia las calles Perú y San Juan, mientras que en el centro y en forma de L se ubicaba la
ranchería (De Paula 1997: 63) (fig. 10), donde habitaban 49 individuos20. La residencia de
Belén, también ubicada en Buenos Aires (San Telmo), igualmente contaba con una ranchería
para esclavos y varias estanzuelas donde en totalidad sumaban 158 afrodescendientes.

En otros colegios como el de Santa Fe, la manzana continua al establecimiento educacional
alojaba los cercados edificios de la ranchería y Casa de Ejercicios Espirituales. La
primera, ya existente en 1682 y reconstruida entre 1708 y 1712, se desarrollaba en un solar,
siendo totalmente ocupada en su lado oeste con siete habitaciones y con tres al norte,
formando una L con galería. Hacia el sur se ubicaban cinco habitaciones y el zaguán de
entrada, que conformaban con la habitación del este, la Procuraduría de Misiones. El resto
de los lados norte y este estaban cercados. En su límite oeste estaba la Casa de Ejercicios y
calle de por medio se desarrollaba el colegio (Calvo 1993: 52) (fig. 11). También contaban
con viviendas colectivas la estancia de San Miguel del Carcarañá, con «ocho cuartos de
media agua y dos para carpintería, algunos de adobe cocido y otros de adobe crudo, edificios
viejos que amenazaban ruinas» (Areces 2002).
Corrientes tenía un solar para los hogares africanos con 29 cuartos cercados y puerta a la
calle21, donde vivían 111 esclavos, en tanto que en sus cuatro estancias había tan sólo 41
esclavos.
En Tucumán el conjunto habitacional de los esclavos se ubicaba próximo al colegio,
pero debe haber sido de poca envergadura ya que en tiempos de la expulsión se la tasó en
$ 500. Aún de menor envergadura deben haber sido las viviendas del colegio de La Rioja,
que ocupaban 70 varas en cuadro, tasadas en $ 200. La residencia de Catamarca, fundada en
1743, contaba con dos manzanas para los jesuitas, de las cuales una era para las viviendas
 de los esclavos. Mientras las de Montevideo se ubicaron en un cuarto de la manzana de los
jesuitas, con 45 esclavos, valuada en $ 2.400 y en sus estancias sólo vivían 21 esclavos.
Todas estas viviendas, y lo veremos en particular en el caso de Córdoba, tenían como
denominador común el cercado de un amplio terreno, generalmente un solar o una manzana,
donde en sus muros se apoyaban las habitaciones hacia un gran espacio central que tenía
un único ingreso. Esta necesidad de «encerrarlos» tenía una explicación y la manifiesta el
Provincial Manuel Querini en 1749, cuando visita la estancia de Paraguari, en las cercanías
de Asunción. En la oportunidad le encargó al estanciero que no sólo impartiera la doctrina
sino también que hiciera las habitaciones para los esclavos, cerca de la casa de los PP., a
fin de evitar «desórdenes, que hay en nuestra gente cuando viven en ranchos no cercados,
y retirados de nuestra casa». (Telesca, 2008: 198). Es decir que con esta determinación de
seguridad se va a establecer una tipología arquitectónica singular para el contexto de su
tiempo, como insistiremos luego.
No todos los africanos vivían en las viviendas colectivas, ya que algunos de ellos lo
hacían en los ranchos de los puestos de la estancia (a veces sólo en forma temporal). Ya
describimos en otra oportunidad, cuando tratamos la estancia jesuítica de San Ignacio, cómo
eran esos puestos con un rancho casi siempre con cerramientos de cueros o pajas, donde
vivían algunos pocos africanos con uno o dos corrales adjuntos (Page 1998: 37). También
en las recomendaciones del Visitador Andrés de Rada se menciona cómo la gente de los
puestos iba periódicamente a la estancia, precisamente para los oficios religiosos y a visitar
a su familia. Estimamos que la precariedad de estas construcciones era por ser viviendas
transitorias, aunque los puestos de La Candelaria fueron construidos con sólidos muros
de piedra unidas con barro y techado con maderas y pajas, quizás por las inclemencias
del tiempo, que así lo demandaba. Incluso algunos de ellos tenían más de una habitación,
cocina y zaguán (Sarría 1999: 100), como los restos arqueológicos que hoy se mantienen
en pie camino al casco y capilla de la estancia (fig. 12). Las viviendas de los africanos en el
casco de la estancia no tenían nada de precariedad para esa época.
Ya en Córdoba, las estancias eran más grandes, porque debían solventar gastos mayores.
De tal forma que las viviendas de los africanos, por ejemplo Alta Gracia, eran construcciones
relativamente sólidas, igual que en santa Catalina. Incluso tenemos de esta última algunos
registros de su proceso constructivo, obra que en 1741 estaba en marcha y que el provincial
Machoni ordenó detener para que se arreglaran las habitaciones de los Padres22. Sabemos
también que unos años después las viviendas sufrieron un incendio que se extendió desde la
panadería, para lo cual en la visita del provincial Nusdorffer ordenó su inmediata reparación23.
Para Alta Gracia el P. Gracia (1940: 374) aporta una carta del visitador del Paraguay
Nicolás Contucci, fechada en 1760, que afirma la existencia de 60 aposentos para los africanos,
de los cuales todos eran de paredes de piedra revocadas con cal por dentro y por fuera, con
llaves y techos de tejas. Pero indudablemente la mejor descripción del desaparecido complejo
edilicio es la del inventario de la expulsión realizado el 3 de octubre de 1767, bajo las órdenes
del sargento mayor Diego de las Casas, y el escribano Rafael Calvo y Mariño. Ese día pasaron
a las viviendas de los africanos a los fines de completar el inventario de toda la estancia. Hoy
desaparecidas en su totalidad, estaban ubicadas a 20 varas al naciente de la casa principal donde
vivían 295 personas. Era un gran rectángulo que medía por fuera 150 varas de este a oeste y 120
de norte a sur. Tenía cuatro zaguanes, y en el de ingreso se ubicaba una puerta de dos manos
que medía dos varas de ancho por tres de alto con cerradura y llave. Todas las habitaciones o
cuartos se abrían exclusivamente al gran patio. Sumaban 56 y estaban construidas con muros
de piedras y adobe; sus techos eran a dos aguas y en su gran mayoría de 3 varas de alto en la
solera, de cañizos y tejas, excepto un pequeño sector de seis cuartos, ubicados al suroeste, cuya
cubierta era de paja. Muy pocas habitaciones tenían puertas de tablas, una de cuero y la mayoría
carecían de cerramiento. También se menciona sólo un cuarto con llave en la parte externa,
que se encontraba pegado al muro de la ranchería y medía ocho varas de largo por cinco
de ancho y tres de alto, con puerta mirando al poniente y al obraje (Page 1999: 92) (fig. 13).
En cuanto a la ubicación del rectángulo del conjunto habitacional, se dificulta su localización
al no quedar nada del complejo edilicio, sólo algunos cimientos y resto de muros que
hacen prácticamente imposible su correcta delimitación. Sin embargo en el primer plano de
«Mensura y Delineación de la Villa de Alta Gracia» que firma E. Obregón Montes en abril de
1902 (fig. 14 y 15), podemos advertir el gran número de edificios con que se contaba por
entonces y que, seguramente, condicionaron el trazado urbano, que se sigue de acuerdo al
testamento del fundador. Las viviendas muy posiblemente estarían ubicadas en la manzana 6
de ese trazado, frente a la plaza que, como otras, se dibuja en este plano como edificada. Pero
ciertamente esas construcciones son del siglo XIX, levantadas quizás siguiendo la línea de edificación
de las viviendas de los afrodescendientes y que se aprecian en las imágenes que se han
conservado de la época. Es bastante aventurado suponer que en esa fecha aún perduraban las
construcciones, ya que desde 1798 se las mencionan como ruinas.
Las viviendas de los africanos en la estancia jesuítica de Santa Catalina, con su
imponente iglesia y cementerio para esclavos, se conserva aunque en mal estado desde
fines del siglo XVIII. Pero de lo que queda se puede apreciar la calidad constructiva de la
misma, siguiendo incluso con los mismos materiales usados en la residencia de los jesuitas
y los que señala el inventario de la estancia de Alta Gracia para las mismas viviendas. Hasta
hubo tiempo y sensibilidad para construir un destacado pórtico barroco de ingreso (fig. 16).


El inventario de Santa Catalina fue realizado bajo las órdenes del doctor Antonio
Aldao, entre el 12 de julio y el 8 de octubre de 1767. Al llegar a la «ranchería» la describen
superficialmente, aunque con datos interesantes que nos marcan algunas diferencias con
Alta Gracia, o bien siempre queda la posibilidad que se haya soslayado tal o cual ámbito
arquitectónico y sus dimensiones. Aquí también las viviendas se encontraban en un rectángulo
«como una cuadra de sud a norte y media de este a Poniente cercada toda de piedra
y barro y dentro de ella 55 cuartos», especificando que los mismos eran del mismo material
«y el techo, de tirantes de teja y caña y el uno de ellos de bóveda»24. Si bien no especifica
dimensiones y otros detalles, brinda la información de la existencia dentro del complejo de
«una casa que sirve de recogimiento para la crianza de las negras solteras y en ella 5 cuartos
de bóveda, con sus corredores (galerías) de lo mismo cercada de pared de barro y ladrillo».
Si bien esto era común en las reducciones guaraníticas, equiparable a los «cotiguazú» que
comenzaron a edificarse a principios del siglo XVIII para viudas, solteras y huérfanas, las
estrictas reglamentaciones de divisiones sexuales, como era lógico, se extendieron a las
viviendas de africanos. Tanto mujeres como hombres solteros o «casaderos» debían vivir en
casas separadas desde los 12 años, como por ejemplo lo ordena el P. provincial Querini para
el colegio de La Rioja en 175025.
Pero más aún, el inventario detalla que también dentro del complejo, donde vivían
445 personas en 1768, se encontraba «un obraje de bóveda en que trabajan las mujeres, tiene
2 cuartos interiores y 2 salones en que están los telares», pero que era más pequeño que la
casa de las solteras. Fuera de ella y a una legua de distancia había una chacra que seguramente
era para el uso de los esclavos. Ya lo expresó el provincial Machoni en un memorial
al colegio de Asunción cuando escribió que a los esclavos «se les dará también bueyes, para
que hagan para sí sus propias chacras y con las legumbres, raíces de mandioca y batatas que
cogieran en ellas pueden tener competente alimento» (Troisi Melean 2004: 98).
Continúa el inventario de Santa Catalina con la descripción de los elementos y útiles
que encontraron allí, desde los telares hasta herramientas de albañilería, arados y carretas
que, algunas de ellas, sirvieron en aquellos días para trasladar ilegalmente a Córdoba objetos
de valor y a los mismos jesuitas. El resto de la estancia sufrió igual deterioro inducido, para
luego ser vendida a un precio sensiblemente menor. Digamos que la misma «ranchería» se
tasó en 4.280 pesos y en 360 cuando la adquirió Francisco Antonio Díaz en 1773.
Otras dos estancias en Córdoba fueron Jesús María y La Candelaria. Para la época de la
expulsión habitaban la primera 254 africanos y sus viviendas colectivas «se compone de cuarenta
y un rancho de adobe crudo y paja, su cerco de piedra y barro, que por estar todo mal tratado».
Mientras que en la segunda estancia mencionada vivían 185 personas en un complejo cercado
«de paredes de piedra y varro con sus viviendas». Medía unas 82 por 48 varas con catorce cuartos
«todos con paredes de piedra y varro techados de madera bruta y paja» y seis con cañizos y tejas.
La puerta se encontraba hacia el patio central con umbral y dintel de algarrobo. En el interior del
patio había una galería techada en una parte con paja y otra con tejas (fig. 17).
VI. Los lugares para el trabajo
Tenemos noticias de los primeros obrajes de los jesuitas a través del provincial Nicolás
Mastrilli (1623-1629) quien estableció uno, de «frezadas, cordellate y sayal en la estancia
del Noviciado», es decir en Santa Catalina, además de acrecentar sus ganados y esclavos a los
fines de contar con recursos económicos para sustentar los viajes de los procuradores a
Europa, los suyos anuales de la provincia, a los novicios y socorrer colegios y reducciones.
No todos estuvieron de acuerdo con la realización de este obraje, pues argumentaron que
se infligía «granjería» (contrabando-negociado) en comercio, lo que obligó al General a
dar la correspondiente autorización por considerarlo oportuno para zanjar las necesidades
expuestas. Incluso dejó instrucciones para que su sucesor el P. Vázquez Trujillo (1629-
1633) lo conservara. Pero no sólo se cumplió, sino que hizo un segundo obraje de paños
en la estancia de Jesús María, como quedó registrado, en la Carta Anua de 1628-1631.
Efectivamente en este último año el provincial manifestó que fueron dos jesuitas a los
dos obrajes donde «trabaja en ellos gran número de negros de Angola». Pero también y es
importante señalar que «a todos catequizaron y confesaron en su lengua y bautizaron sub
conditione». Desliza en su relato que algunos de esos esclavos murieron por una peste de
viruela26, aunque «acabados de confesar» (Page 2004: 88-89).
Pocos años después se hizo otro obraje en la estancia de Santa Catalina. Este segundo
fue desautorizado por el general Vitelleschi, como lo expresa él mismo en carta del 12
de marzo de 1634 porque «era de mucho ruido y tenía especie de granjería»27. Pero en los
hechos parece ser que permanecieron todos.
Los obrajes que tuvieron los jesuitas se ubicaron tanto en colegios como en las estancias
y estaban especializados según correspondiera, a la fabricación de determinados tipos
de paños de menor o de mayor calidad.
Al trabajo generalizado de los hombres, en la cría de animales y agricultura de
subsistencia, se sumó la actividad textil, llevada a cabo en gran medida por la mujer africana
de hilar y tejer, constituyéndose originariamente en una labor de carácter doméstico urbano.
Usaban tinturas como el añil, que venia de Europa, para dar una coloración azulada, mientras
que el amarillo se obtenía de la «chasca», el negro del «molle», el verde del «romerillo», el
anaranjado del «ollín» y la «chasca».
Para los ignacianos de Córdoba, a diferencia del resto de la provincia del Paraguay,
la actividad textil fue muy importante ya que no sólo fue utilizada para su propia gente sino
también sirvió para pagar a su personal contratado. Aunque la producción se circunscribía
a estos sectores, recordemos que sólo en Córdoba y hacia la segunda mitad del siglo XVIII,
lo constituían alrededor de 3.000 personas, entre personal religioso, alumnos, esclavos y
conchabados.
Como hemos visto, las estancias levantadas por el Instituto en América tuvieron
especiales recomendaciones en cuanto al desarrollo de las mismas. De esta manera, para los
obrajes se recomendaba que debían ser dirigidos por un mayordomo o sobrestante «activo, fiel
e inteligente» para hacer cumplir las obligaciones de cada trabajador. Aquellas instrucciones
eran más específicas al señalar que: «Pongan todo cuidado en que los paños que se tejieren
para vestuarios de los nuestros sean de las mejores lanas, y que se les dé un tinte permanente,
y que el tejido sea bien hecho, porque de él depende mayor duración. Este cuidado
pondrán en las demás cosas que se hacen para el uso de los nuestros, no queriendo que lo
que sale mal acondicionado de los telares se destine para los nuestros, y que lo fino y bien
hecho se venda fuera. Pongan cuidado en todo y todo saldrá bueno». Los padres administradores
asistían personalmente con el mayordomo a la trasquila, matanza, recuento y marca
de animales. Concurrían también a recibir los vellones de lana trasquilada que era llevada a
bodegas, apuntando diariamente las cantidades que se llevaban (Chevalier 1950: 198-199).
Un documento del siglo XVII, se refiere a la estancia de Alta Gracia con estos términos:
«Tiene dicha estancia un obraje de ropa de la tierra como son cordellates, fresadas y sayalas»,
agregando luego de describir la hacienda que tienen ovejas «de la que se saca la lana para el
obraje»28. Lo ratifica el obispo Guillestegui cuando consagra la iglesia de la Compañía de Jesús
en Córdoba, el 29 de junio de 1671, mencionando que en la estancia de Alta Gracia «ay un
obraje de tejidos de lana y algodón» (Cabrera 1926: 38) y haciendo hincapié en los tipos de
tejidos que se realizaban.
El crecimiento de la actividad fue constante y una década después Alta Gracia
contaba con 10.000 ovejas que proveían de lana a sus telares, que a su vez producían paños
suficientes para el uso del colegio, incremento que al entrar en el siglo XVIII ya proporcionaba
un excedente que era vendido.
Según relata el P. Furlong (Furlong 1978: 4), fueron los hermanos coadjutores Enrique
Peschke y Wolfgang Gleissner, quienes mejoraron la industria textil, que hasta los inicios del
siglo XVIII era de poca calidad, como bien lo expresa el primero en una carta de 1702 (Page
1999: 82).
En 1716 el procurador Francisco Jiménez solicitó a Alemania variados instrumentos
de telares y otros objetos necesarios que paulatinamente fueron llegando junto con nuevos
jesuitas especialistas en el tema, como Jorge Herl y José Kobl de Baviera y los sastres austriacos
Martín Herricht y Martín Ritsch, ambos provenientes de Innsbruck (Núñez 1980: 19). Es así que
agrega Furlong: «En Alta Gracia, y contando con todo el apoyo económico de los jesuitas de
Córdoba, instalaron telares y obrajes comparables con los mejores de Alemania».
La producción de telas en Alta Gracia decayó avanzado el siglo XVIII un tercio del nivel
alcanzado en el último quinquenio del siglo anterior. Esto fue debido a que se brindó mayor
apoyo al taller que tenía el colegio en la ciudad de Córdoba. Pero este taller se dedicaba a
fabricar tejidos caros destinados al mercado externo. Mientras que en Alta Gracia se continuaron
produciendo tejidos toscos para el creciente número de esclavos dependientes del Colegio, al
igual que en las otras estancias, incluso La Candelaria29. De esta manera todos los talleres, tenían
asignados roles diferentes en cuanto a destinatario y calidad del producto (Cushner 1983: 71).
En la actualidad aún se conserva el edificio del obraje de Alta Gracia, refaccionado varias
veces, como dan cuenta los numerosos memoriales que se refieren a su proceso constructivo.
Incluso sabemos que para el siglo XVII estuvo ubicado en otro sitio que fue el primitivo casco
de la estancia. En 1732 se dispuso la mudanza a su actual emplazamiento, bajo el proyecto
del arquitecto Bianchi, que emprendió la construcción del nuevo y sobreviviente edificio. En
dos años estaba prácticamente concluido y en 1737 fue enviado el H. Leopoldo Gärtner para
que organizara el obraje, en tiempos que lo hacía con el H. Gleissner en el establecimiento del
Colegio. Fue cuando se definió que en este obraje se realizarían «cordellates, frezadas, balletillas
y pañetes; mas no estameña ni paños» (Page 2004b: 332).
No solo se había concluido el edificio del obraje sino también el de la iglesia, como
se manifiesta en la Carta Anua del periodo 1735-1743. Para este último año se registraron
188 africanos, además de cinco telares y otro que se estaba armando. La producción crecía
notablemente y el provincial ordenó al administrador que se les enseñe el oficio a más
esclavos. Cuatro años después el provincial Machoni consignó que había «tres telares nuevos
para cordellate, bayetilla, pañete y estameña que, si estan corrientes, hay para vestir la gente
de la estancia». Para los tiempos de la expulsión había cinco telares con sus aperos, dos para
tejer pañetes, uno para bastillas, uno de paños y frazadas y otro de estameñas, además de
jabonería y botica para el consumo ordinario. Eran empleados en todas aquellas actividades
catorce oficiales que contaban con todas las herramientas necesarias. Incluso no sólo para
entonces se proveía a los sujetos de la estancia sino que había un excedente anual de treinta
pesos (Page 1999: 85).
En cuanto al edificio del obraje contamos con las descripciones de los inventarios
de las Temporalidades que se realizaron en 1767 y otro en 1771. Ambos fueron transcriptos
parcialmente por el P. Grenón, donde en uno se especifican cosas que en el otro no se
consignan y viceversa, pero que no se contradicen. Primeramente digamos que en el primero
se dan las dimensiones, ubicando el edificio en un casi cuadrado de «37 varas de Norte a Sur;
y de Naciente a Poniente 35». Un patio central era el ordenador del espacio interior «de 20
varas en cuadro de Norte a Sur, de este a Oeste», donde se ubicaban los telares, carpintería,
horno y dos oficinas. Se ingresaba por un zaguán con puerta de dos manos donde se abrían
dos cuartos, ubicados uno a la derecha y otro a la izquierda. Aparentemente habría en la
superficie total, cinco habitaciones, cuatro grandes, de las cuales una era capilla, ubicada del
lado izquierdo del patio y que medían 6 varas de ancho, excepto las del frente con un poco
más de 4 varas. Uno de estos salones, el de la derecha del patio, estaba en construcción «en
medias paredes» o como dice el otro inventario «principios de obra como para salón grande
en que cesó».
Los materiales empleados eran piedra y ladrillo revocados con cal y techados con
bóveda, aunque no se habla de tejas, lo cual justifica que la «boveda está vencida por calarse
las aguas por ella». Todas las habitaciones tenían grandes ventanas con balaustres cuadrados
de madera y puertas con cerraduras, llaves y picaportes.
Después de la expulsión no sólo se abandonó el edificio, sino que obviamente
decayó la producción textil de los jesuitas. No obstante, permaneció en funcionamiento el
obraje de la estancia de Santa Catalina, cuyo comprador, Francisco Díaz, lo mantuvo y fue
considerado por el gobernador marqués de Sobremonte, como el único en pie para 1787,
aunque con una escasa producción se elaboraban algunos pañetes de buena calidad y color.
El edificio del obraje de Alta Gracia sufrió a lo largo de los años importantes modificaciones
(figs. 18, 19 y 20), que tendieron a adaptar su estructura funcional a nuevos usos30.
Así por ejemplo y en la década de 1930, cuando era párroco de la ciudad el P. Ramón Amado
Liendo, se «jerarquizó» su fachada donde se agregó un frontis ondulante como se lo hizo
también en algunas aberturas interiores. Mientras que en el techo, por sobre la puerta del
zaguán de ingreso, se colocó un cupulín emulando la cúpula de la iglesia. El embellecimiento
se debió a que a partir de entonces se lo destinaría a Casa de Ejercicios Espirituales y escuela
parroquial, tal como lo había querido por voluntad testamentaria José Manuel Solares (Avanzi
1997: 55-72 y Company 1965: 53). Hoy el edificio puede constituirse en el mejor ámbito
museable del país, pues aún se encuentra en pie como testimonio de la presencia africana.

VII. Conclusiones
La evangelización de africanos fue un ministerio de mucha importancia para la
Compañía de Jesús, especialmente en América, desde Cartagena de Indias a Buenos Aires,
lugar este último desde donde se difundió, en los primeros años de creada la provincia del
Paraguay.
Si bien el accionar jesuítico de condolencia nunca llegó a cuestionar la esclavitud como
institución, hubo voces en contra, aunque la mayoría se limitó a marcar y paliar el carácter
inhumano. La misma Iglesia (incluyendo órdenes religiosas como la Compañía de Jesús) se
aprovechó de la esclavitud y trata de seres humanos. Pero tengamos en cuenta el aspecto
jurídico de su tiempo donde se actuaba conforme a derecho. Es decir que así como los jesuitas
defendían la libertad del indio también hacían lo propio con la evangelización del africano
dentro de la legalidad y el pensamiento cristiano de la época. Lo hicieron con métodos claros,
estableciendo una armónica relación que insertó al africano ente sí, conformando un grupo
humano análogo y coherente, a través de normas de convivencia que incluían la formación de
familias con descendencia, educación religiosa y enseñanza de oficios, que les permitió a los
jesuitas contar con una fidelidad y eficacia en el trabajo que derivó en la dignidad y valoración
de sus propias personas a pesar de la condición de esclavos.
En ese contexto laboral se crearon ámbitos arquitectónicos de usos especiales y
exclusivos para el africano. Por un lado el lugar de culto en iglesias con marcadas particularidades,
por otro lado el hogar para vivir y finalmente el sitio para trabajar. Es decir
iglesias, viviendas comunitarias y obrajes que conforman en su conjunto una arquitectura
afro-jesuítica.
En una división tipológica de las iglesias jesuíticas diferenciamos los tipos de usuarios
que tenían, destacando las construidas en las estancias que eran de uso exclusivo de los
africanos y con sus propias características funcionales.
El hogar del africano se conformó como una tipología arquitectónica habitacional,
diferente a otras viviendas, que las hace singulares y configuran en primer lugar un antecedente
de modelo de vivienda colectiva. No se les permitía que ni al frente ni en el interior
colgara ningún elemento que los diferenciara ni indicara distintas jerarquías entre ellos. Eran
emplazadas en un solar (cuarto de manzana) o toda la manzana debidamente cercada y
sus cuartos –como vimos- se recostaban sobre esos muros, a excepción de Buenos Aires.
No siempre estaban ocupados todos los muros sino que quedaban espacios para futuras
ampliaciones. El conjunto tenía un único ingreso con zaguán que podía visualizarse desde la
residencia de los jesuitas a fin de facilitar la vigilancia. La puerta se cerraba con llave cuando
a la noche se tocaba la campana, anunciando que el personal debía retirarse. La llave la tenía
un africano de confianza quien incluso oficiaba de sereno.
Finalmente el ámbito de trabajo no difería mayormente del concepto funcional de
la época, donde el patio era el ordenador de las habitaciones que se abrían hacia él. Se
establecieron prácticamente en todos los colegios y estancias jesuíticas, conservándose el
de Alta Gracia, que fue seguramente el edificio más grande de todos los obrajes. Otros no
fueron mucho menores, constituyéndose en el peor de los casos, un salón con dependencias
anexas, aislado, pero perteneciente al resto del conjunto arquitectónico rural. El de Alta
Gracia en cambio se estructuró como núcleo independiente que incluyó la sala para telares
y demás labores anexas a la producción textil, añadiéndose una carpintería y capilla, creándose
un conjunto funcionalmente original y único.
Estas tres tipologías arquitectónicas contaban con idéntica calidad constructiva. Muros
de piedra y ladrillos revocados, con techos de cañizo y tejas, o bien bóvedas para las iglesias,
aunque también las tuvieron viviendas y obrajes. Simples estructuras funcionales igualmente
dieron lugar a imponentes morfologías barrocas como en las iglesias, pero también la observamos
en el ingreso al conjunto habitacional de la estancia jesuítica de Santa Catalina.
Por tanto hoy identificamos con absoluta claridad estos ámbitos, destacando cada
uno de ellos y desarrollado en las estancias jesuíticas. Magníficos monumentos que la historiografía
no ha reconocido como corresponde, debido sin lugar a dudas al rechazo sistemático
que han tenido los africanos en nuestro medio. Hoy resignificamos esta arquitectura
desde la visión de sus propios creadores y usuarios invisibilizados.
Las intervenciones arquitectónicas y restauraciones que se sucedieron en el tiempo
hasta la actualidad, nunca tuvieron en cuenta estos ámbitos de afrodescendientes y siempre
prevaleció dar valor a las iglesias, lo que marca una clara tendencia intervencionista excluyente,
aunque quienes lo hicieron no sabían, mal que les pese, que eran «iglesias de negros».
La desidia del Estado y propietarios, como el paso del tiempo, pero sobre todo la negación
y exclusión a la raza, convirtieron estas tipologías arquitectónicas, en el mejor de los casos,
en restos arqueológicos y no porque fueran de precaria factura. Significan a su vez los testimonios
de la presencia africana en la región.

2 Descargo del H. Juan de Sayas Procurador Gral de las reducciones, AGN, Compañía de Jesús (1595-1675), Sala IX, 6-9-3, Leg. 1.
3 Carta del General Viteleschi a la provincia del Paraguay, 12 de marzo de 1634. Archivo Romano de la Compañía de Jesús
(ARSI), Paraq. 2, f. 88v.
4 Las cofradías de africanos bautizados en Hispanoamérica fueron implantadas en el siglo XVI y nacieron de la necesidad de
ofrecer a los cautivos un marco de evangelización, de organización y de diversión. Cada una estaba protegida por un santo
patrón y sus miembros celebraban misas, se ayudaban mutuamente en caso de enfermedad y participaban en las procesiones
y fiestas religiosas. La primera cofradía de africanos de Lima, consagrada al Santísimo Sacramento, fue fundada en
1540. Otras hermandades surgieron a medida que la población esclava aumentaba. A comienzos del siglo XVII, los jesuitas
tenían una cofradía de cien miembros africanos, y dos los dominicos, una para los mulatos y otra para los «negros congos».
Naturalmente, no todos estaban encuadrados en estas organizaciones, que reunían principalmente la élite de color. Para
pertenecer a ellas se requería una posición relativamente favorecida dentro del correspondiente estamento social. Tal era
el caso de los africanos libres o la de los esclavos artesanos, pequeños comerciantes, o servidores domésticos ladinos.
Pero con el tiempo no fueron del agrado de los «vecinos» y se las criticó y combatió, al punto por ejemplo que en 1612 la
Audiencia de México las prohibió, aunque nunca se respetó el mandato (Gutiérrez Azopardo, s/f).

 5 Memorial del P. Provincial José de Aguirre en la visita del 28 de setiembre de 1721 para la estancia de Jesús María Archivo
General de la Nación, Buenos Aires (AGN), Sala IX, Compañía de Jesús 6-9-5.
6 Memorial del P. provincial Luis de la Roca en la vista del 26 de diciembre de 1724 para el rector del Colegio Máximo y sus
Consultores, AGN, Sala IX, Compañía de Jesús, 6-9-5.
7 Inventario de las Temporalidades de la estancia de Santa Catalina, 1771, Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba
(AHPC), Esc. 2, Leg. 40, Exp. 9, Año 1771.
8 Carbonell de Masy, 1993: 47.
9 Inventario de Temporalidades, AGN, Sala IX, 31-6-6.

 10 Se estima que los jesuitas poseían al momento de la expulsión unos 17.275 mil esclavos en el continente americano, y unos
5.160 en la Provincia del Paraguay (O´Neill - Domínguez􀀁2001: 1254).
11 No olvidemos al P. Martín de Funes, rector del colegio de Bogotá, quien en 1608 llegó a presentar un memorial al P. Acuaviva
(Piras 2006: 273-282), donde denuncia las calamidades que estaban ocurriendo en América en contra de los africanos,
aunque sin discutir la legitimidad de la esclavitud. Otro pilar en defensa de los africanos fue el P. Luis de Frías quien en el
sermón del primer Viernes de Cuaresma de 1614 en la iglesia de los jesuitas de Cartagena, manifestó que era mayor pecado
dar un bofetón a un moreno que a la estatua de Cristo que estaba frente a él. Porque el primero era hechura e imagen viva
de Dios y el segundo sólo un palo de madera. Como consecuencia de lo que dijo debió soportar la detención y un proceso
en el Santo Oficio de la Inquisición pues sus palabras fueron consideradas «sacrílegas» y «malsonantes». Pero seguro de su
accionar fue el P. Luis de Grâ, quien al asumir como provincial del Brasil liberó a todos los esclavos de los jesuitas y prohibió
que en lo sucesivo se adquirieran. Esta serie de personajes llegaron a mover al general Acuaviva en 1590 quien prohibió que
se poseyeran esclavos, pero la medida no se cumplió (Andrés-Gallego 2005: 16). A pesar que tiempo después, en la segunda
mitad siglo XVII, y siguiendo argumentos de Molina y Sandoval, el P. Diego de Avendaño atacó con dureza la licitud de la
esclavitud. Para el siglo XVIII parecía que ya no había que tocar el tema. Efectivamente el mismo Domingo Muriel en su exilio,
salió en contra de los escritos del P. Avendaño, privando la preocupación por el orden económico, pues se recomendaba que
«hagan buenos cristianos a los esclavos y los harán buenos sirvientes» (Chevalier 1950: 23).

 12 El P. Rada, es considerado por Furlong «una de las magnas figuras en la historia de la pedagogía nacional», nació en
Belmonte, Cuenca en 1601 y a los 16 años ingresó en el Instituto en Toledo. Fue provincial en México (1649-1653) y luego
visitador en las casas de Veracruz y Mérida, luego fue provincial del Perú. Más tarde fue nombrado visitador del Paraguay
(1663-1666) y seguidamente su provincial (1666-1669). Redactó las Constituciones de la Universidad de San Ignacio
(Córdoba), leídas en el claustro en diciembre de 1664. También fue autor de «Usos y costumbres comunes a todas las
doctrinas», entre otros valiosos textos que resumen su espíritu organizativo. Murió en el Colegio Imperial de Madrid en 1672
(Furlong 1944: 173 y Pastells 1912: 128).
13 Ordenes del Pe Visitador Andres de Rada para las Estas de los Colegios, AGN, IX, 7.1.1. También publicadas por Furlong 1944:
386 y Cushner 1983: 41-44.

 14 Libro de los Conchavados dela Estaª de Sn. Ignacio de los Exerzicios; y de los Deudores de ella, Cuyo Indize esta al fin.
Museo de la estancia jesuítica de Alta Gracia.
15 Nos referimos al polémico debate que a fines del siglo XVII mantuvieron los misioneros jesuitas de China con el Papa, que
terminó en 1704 con la condena definitiva de estas prácticas dada por el pontífice Clemente XI. Pero en América existen
varios casos, entre ellos el del mismo P. Nóbrega que aceptó en Brasil la liturgia con no pocos ritos de los indios, como
sus cantos y danzas. Igualmente se manifestó en las misiones volantes de Chiloé donde los jesuitas usaban en principio
los espacios de culto indígena.

16 Memorial del P. Pcial. Jaime de Aguilar al P. H. Biachi, 1734, AGN, Compañía de Jesús, Sala, IX 6.9.6, legajo 4, (1723-1734).
 17 Carta del P. Roque Rivas al P. Visitador Nicolás Contucci, 27 de noviembre de 1760. AGN, Compañía de Jesús, Sala IX,
6-10-4, legajo 9, (1759-1760).􀀁

 18 La Compañía de Jesús en el Paraguay contó para la época de la expulsión con el Colegio Máximo, diez colegios menores
y seis residencias, con un total de aproximadamente sesenta estancias.

19 Los inventarios de las Temporalidades no registran la cantidad de esclavos por estancias y colegios sino la totalidad
(Robledo de Selassie 1976: 36-46).

 20 La mayor concentración de esclavos de los jesuitas de Buenos Aires estaba en la Chacarita con 213 y Areco con 107,
mientras que la quinta de Alquizalate tenía sólo 4, la estancia de Las Conchas 8 y La Magdalena 11, sumando un total de
392 personas (Maeder 2001: 60).

 21 Temporalidades de Corrientes (1767-1772), AGN, Sala IX, 22-6-5, Leg. 1.
 22 Antonio Machoni a la estancia santa Catalina, 17 de marzo de 1741, AGN, Compañía de Jesús (1735-1745), Siglo IX, 6-9-7,
Leg. 5.
23 Bernardo Nusdorffer a la estancia de santa Catalina, 6 de febrero de 1746, AGN, Compañía de Jesús (1746-1756), Sala IX,
6-10-1, Leg. 6.

 24 Traslado del Testimonio de los autos de inventario de los bienes de los jesuitas expulsos de esta ciudad perteneciente
a la estancia de Santa Catalina. 7 de enero de 1771, AHPC, Esc 2, leg. 40, exp. 9. Año 1771.

 25 Manuel Querini al Colegio de la Rioja, 20 de marzo de 1750, AGN, Compañía de Jesús (1746-1756), Sala IX, 6-10-1, Leg. 6.
 26 Las Cartas Anuas dan cuenta de las varias epidemias que afectaban a los trabajadores de los jesutias. Así por ejemplo se
refieren a la epidemia de viruela que azotó Buenos Aires en 1728 «Hizo ella terribles estragos en la ciudad, en especial
entre los esclavos negros de Africa» (…) «Costoles enorme trabajo hacerse entender de ellos, por las diferentes lenguas
que hablan estos pobres negros». Los jesuitas celaban por la salud y organizaban rogativas públicas. Tres años después
otra epidemia perjudicó las rentas de Córdoba «la cual consumió 28 de nuestros esclavos negros y dejó tan estropeados
a los demás, que apenas hubo peones para cultivar la tierra».
27 Carta del General Vitelleschi a la provincia del Parguay 12 de marzo de 1634, ARSI, Paraq. 2, f. 88v-89.

28 Libro de Cuentas Corrientes de las estancias y haciendas que tiene este Collegio de Cordova de Tucuman. Lo que rinde y se
gasta con ellas desde mayo de 1695..., AGN, Compañía de Jesús (1676-1702), Sala IX, 6-9-4, Leg. 2.

 29 La Candelaria tenía un obraje en una sala dispuesta para esa función donde había dos telares grandes de algarrobo y dos
telares medianos, ambos con sus correspondientes aperos. La construcción es de piedra revocada y techada con cañizo
bajo par y nudillo y cubierta de tejas (Sarría 1999: 95).

 30 En la actualidad en el edificio, funciona el Instituto de Enseñanza Privada «El Obraje» y lo hace desde 1960 con el ciclo
básico industrial y, desde 1973, con el ciclo superior técnico especialidad en construcciones, egresando sus alumnos con
el título de Maestros Mayores de Obras o Técnicos Químicos.

 Carlos A. Page
Investigador independiente del CONICET (Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas - Argentina)

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